El tiempo y las leyes han transformado por completo la relación entre el mundo rural y los grandes depredadores, pero no siempre fue así. A comienzos del siglo XX, la presencia del lobo se abordaba desde una lógica muy distinta, centrada en la protección directa del ganado y el respaldo institucional a quienes contribuían a ese objetivo.
Durante décadas, abatir determinados animales no solo era legal, sino que estaba amparado por la normativa y recompensado económicamente. El cazador que lograba eliminar un depredador conflictivo era visto como alguien que prestaba un servicio a la comunidad, especialmente en entornos rurales donde la ganadería era un pilar básico de la economía familiar.
Ese enfoque quedó reflejado de forma explícita en la legislación de la época, que hoy sorprende por su claridad y contundencia, pero que entonces respondía a una realidad social y productiva muy concreta.
Recompensas oficiales por eliminar depredadores
El Reglamento de 3 de julio de 1903, que desarrollaba la Ley de Caza vigente, detallaba de forma precisa qué especies estaban consideradas dañinas y cuánto se pagaba por cada una. En su artículo 69 se establecía, por ejemplo, una recompensa de 15 pesetas por cada lobo abatido, una cantidad nada desdeñable para la época.

El texto legal no dejaba lugar a dudas sobre el espíritu de la norma. «Las personas que persigan y den muerte a los animales dañinos que a continuación se expresan, obtendrán los Ayuntamientos respectivos las siguientes recompensas», recogía el reglamento, en una redacción directa y sin matices.
No se trataba solo del lobo. También se incluían zorros, gatos monteses y distintas aves de rapiña, todas ellas consideradas una amenaza para el ganado o las especies cinegéticas. El objetivo era claro: reducir su presencia mediante incentivos económicos respaldados por la administración.
Para acceder a esos pagos, el procedimiento también estaba perfectamente regulado. «Para tener derecho a estas recompensas, será necesario presentar los animales muertos al Ayuntamiento, donde se cortará la cola y orejas, si aquellos fuesen lobos o zorros; la piel, si fuese animal de menor tamaño; y la cabeza y patas si fuese ave de rapiña», especificaba el artículo, que añadía que esas pruebas se remitían a los Gobiernos civiles para su comprobación.
Del control histórico al debate actual
Más de un siglo después, el contexto ha cambiado de forma radical, aunque el debate sigue vivo. El lobo ha pasado por distintas fases de protección y control, reflejo de una sociedad que ya no mira solo al daño económico, sino también a la conservación de la biodiversidad.
En los últimos meses, sin embargo, el asunto ha vuelto al centro de la actualidad. Desde el 2 de abril de 2025, su gestión cinegética vuelve a estar permitida al norte del río Duero tras una modificación legal publicada en el BOE, que introduce cambios en la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario.
La medida revierte parcialmente la decisión adoptada en 2021, cuando el lobo fue incluido en el LESPRE y quedó protegido en todo el territorio nacional. Comunidades como Castilla y León, Asturias, Cantabria o Galicia recuperan así la posibilidad de aplicar controles en zonas con daños reiterados al ganado.
El contraste entre aquel reglamento de 1903 y la normativa actual ilustra hasta qué punto han evolucionado las prioridades, aunque el conflicto entre fauna salvaje y actividad ganadera sigue siendo, en esencia, el mismo.








