Me gustaría guiarme por un tiempo que marcara exclusivamente la naturaleza y así llevar una vida sin despertadores, horarios de oficina o fechas marcadas en un calendario para indicar las vacaciones. Una utopía en este agitado mundo en el que vivimos donde el año que acabamos de estrenar se somete a esas normas de orden con sus meses, horas y minutos para sacarle mayor productividad al preciado tiempo que pasa el ser humano recorriendo sus fronteras.
Una utopía que se hace realidad cuando me retiro al campo y mi tiempo lo marca el sol, la temperatura y el color de sus campos. Un transcurrir de las horas que me encantaría no embutir en el calendario gregoriano sino encajarlo en tiempos de montería, recechos y esperas.
Un año que inauguro entrada la oscuridad de la noche. La temperatura es gélida y los sabios macarenos, en compañía de una fauna que ha despertado horas antes, van haciendo su ronda husmeando la bellota que cae de las encinas centenarias, siempre atentos ante un ruido extraño o una figura desconocida que ha brotado en su recorrido habitual. El sol quiere hacerse paso y en ese baipás del amanecer la vida nocturna va desapareciendo buscando sus encames, mientras una cencellada aparece ante nuestra vista cuando el despertar nos llama para echarnos al monte y disfrutar de un día de montería. No hace falta que en la pantalla de mi móvil aparezca la palabra enero: Lorenzo tiene pocas horas de protagonismo; las noches son largas y frías; los quejigos y rebollos solo están vestidos con alguna hoja perezosa que no acaba de sucumbir a la gravedad y la hierba crece para dentro porque los hielos no le dan tregua en este campo charro de mi alma. Mi rifle está a punto porque es época de cortaderos, jaras, reses corriendo por las llanas y voces de «¡vamos perrete!» azuzando los montes…
Y las horas de luz irán robando minutos a las tinieblas, la sombra empezará a ser refugio en las horas centrales del día y los arroyos fluirán rumbosos enfilando los bajos de los valles. Los habitantes de montes y dehesas están despiertos y el sonido del campo es una sinfonía festiva. Una pareja de liebres chapotea correosas por el campo, el cortejo del macho es cansino pero la perseverancia tendrá su recompensa. El verdor de la hierba es intenso y una paleta de nuevos colores quiere abrirse paso entre el pasto. Los venados se camuflan entre las ciervas avergonzados de la desnudez de su cornamenta… No hace falta que en la pantalla de mi móvil aparezca la palabra abril. No tengo que desempolvar mi 30-06, porque su espera en el armero no ha llegado a dos lunas aun así me da tranquilidad comprobar su puesta a punto para adentrarme en otro periodo de mi calendario cinegético. El cérvido más pequeño de Eurasia me reclama y acudo dichosa a su llamada. Ya no hay caracolas ni migas sino madrugones mayúsculos con caminatas cautelosas y unos buenos prismáticos al cuello para valorar el trofeo. Un apoyo firme y seguro que no falte para depositar con mimo el rifle, a la hora de hacer el disparo, si la suerte se hace la encontradiza y el corzo buscado aparece en ese campo que arranca con fuerza ante una primavera que promete ser abundante.
Los días transcurren y … no hace falta que en la pantalla de mi móvil aparezca la palabra agosto para saber que el verano ha acampado desde hace tiempo en esta Creación que Dios nos regaló. La hierba perdió su vitalidad, las flores murieron ante los rayos abrasadores de la estrella que nos permite vivir. Los arroyos están en su máximo estiaje y solo quedan charcas concretas donde los animales se reúne por las noches para calmar la sed acumulada a lo largo del día. El olor es distinto, difícil de describir, huele a pasto seco que solo se interrumpe si una tormenta cubre nuestros cielos matando con sus pesadas gotas el polvo que se levanta al caminar… Tiempo propicio para las esperas de esos macarenos que rondaban por aquel mes de enero buscando encames al amanecer para burlar a los canes de las rehalas cuando bateaban los montes…
Y llegará la berrea, la ronca y otra vez el tiempo de monterías… así año tras año, hasta la Parusía, para un cazador que se guía por una naturaleza chivata que nos colma de alegrías.