La caza es una actividad que, desde sus orígenes, nos provee de privilegios. El principal y más elemental, el de la carne. La ansiada proteína que nos permitió elevarnos en la pirámide alimenticia y desarrollar nuestro cerebro para convertirnos en la especie más inteligente sobre la faz de la tierra. Pero hay mucho más. La caza no es un simple instinto animal.
En nuestra condición de homo sapiens con capacidad racional que nos permite crear y comprender ideas abstractas, la caza también es cultura. Por eso nos concede el privilegio de liberar endorfinas leyendo un buen libro de caza, viendo un documental, contemplando una pintura cinegética o, simplemente, escuchando una vieja historia al calor de una agradable conversación.
Pero hay otro privilegio del que no se suele hablar y que temporada tras temporada cobra más importancia en una sociedad cada vez más aislada en sus claustros de hormigón: el de conocer rincones de nuestro planeta en los que ya casi nadie pone el pie. Desde nuestro coto de toda la vida hasta la montaña más lejana a la que viajamos para cumplir un sueño venatorio, cuando cazamos vivimos la naturaleza en toda su realidad. Nos empapamos de ella. Nos fatigamos sobre ella. Nos arañamos con ella. Nos tropezamos contra ella. Nos perdemos en ella. Y, a menudo, nos rendimos sobre ella.
Pero la vemos y la vivimos, aunque sólo sea durante unas horas, como un animal más. Por eso nos internamos en lugares que no aparecen en ningún blog de turismo rural y conocemos piedras, árboles, fuentes y madrigueras que nadie más sabe que están allí. Rincones secretos que aguardan, impasibles, a que una mañana fría de invierno aparezcamos en silencio junto a nuestro perro para rescatarlos del olvido volviendo a dibujar su forma en nuestras retinas. Para hacerlos existir incluso, si asumimos como cierta la hipótesis de la física cuántica que plantea que la realidad no existe si no está siendo observada.
Es curioso, cada vez hay más humanos sobre nuestra Península Ibérica y, en cambio, cada vez se conocen menos sus rincones agrestes. La maleza se los va comiendo mientras una tribu de enamorados de lo salvaje sigue visitándolos año tras año. Son nuestro íntimo secreto, un refugio al que volver y un privilegio que sólo conocemos quienes lo disfrutamos.