La noche es joven como jóvenes son los espíritus que la velan. Una porque está a punto de finalizar sus once estíos, para pasar a iniciar el camino a la docena; y la otra, porque, aunque sus espaldas cargan ya más años de los que quisiera, se siente veinteañera.
Hace días que un cochino, que porta buenas navajas, nos tiene en vilo. No visita a diario el comedero, pero ganan los días en los que acude a los que no hace acto de presencia. Los que no perdonan ni una oscurecida, y son fieles a la cena, son una pareja de primalones a los que el maíz tiene conquistados, como conquistado está un soldado de permiso para ver a su moza morena. No son las presas que buscamos, estos jabalíes medianos, aunque ya estamos hartas de que nos estén vaciando la despensa.
Los rayos todavía calientan cuando partimos camino de la postura. Que la llegada de la noche arrulle nuestros cuerpos cuando ya estén preparados para la contienda. Nada de montar jaleo mientras el sol se esconde: puede estar el macareno rondando antes de tiempo y, al traste que se va el aguardo, y con ello nuestra esperanza. La niña se sienta a mi lado, nerviosa y sacando todas sus fuerzas —las que tiene y las que reclama al Cielo— para vencer el miedo. Es su primera espera sin un hombre a su vera, y parece que yo no le aporto la tranquilidad que desea.

Mientras la gran estrella se despide, la luna ilumina el campo que nos rodea. Está destapada, luciendo casi al completo sus vergüenzas con un cuarto creciente generoso. ¡Mira que es curiosa la plateada! Sabe que es la invitada principal de esta joven noche y no se quiere perder la función que se va a llevar a cabo en tierras castellanas. El que va a ser el escenario de la fortuna o desdicha recibe sus caricias con ternura, mostrando el comedero, el rascadero y la balsa de agua, con la nitidez suficiente para no necesitar achiperres artificiales.
Unos violeros endemoniados son los primeros en dar señales de vida, zumban que te zumban rondando nuestros oídos. ¡Malditos insectos traicioneros, que hasta los calcetines atraviesan para chupar nuestra sangre fresca! Los siguientes en atravesar el telón son un par de zorros. Vistiendo sus pieles veraniegas, se dirigen hacia la charca; antes de acercarse a saciar su sed, han mantenido un diálogo con chillidos y gritos que ha puesto el corazón de la infanta a galope tendido. Nuestras pupilas los persiguen mientras recorren la orilla; buscan y rebuscan a ver si tienen suerte y un azulón se ha dormido, para poder echarle el diente. Aburridos están sus estómagos de moras y cangrejos.
La tranquilidad vuelve a darle la mano al silencio ruidoso de la dehesa. Grillos y ranas lo acompasan, dejando bien claro que a ellos no los calla nadie cuando la tiniebla es la reina del firmamento. Los minutos transcurren y allí que no aparecen los de las cerdas grises. Una garduña da un grito de asombro por nuestra retaguardia, a menos de cuatro metros de donde estamos, y Loreto, mi sobrina, me abraza buscando la calma que ha perdido. Su mano coge la mía. La aprieta. La estrangula, hasta casi amputarla.

Sigue avanzando la aguja del minutero cuando sus ojos ven una sombra que antes no estaba. Un cochino está haciendo el paseíllo hacia el maíz que lo reclama. Vamos a dejarlo cumplir. Que se confíe antes de lanzarle un balazo. Y en esos momentos de infarto, un viento surgido de la nada, una bruja maldita de este verano bochornoso, hace su aparición poniendo a la pieza en jaque. Levantar la jeta el puerco y desaparecer por las sombras a la carrera dura menos que el suspiro que brota por nuestros labios.
Lamentaciones y maldiciones compiten por el primer puesto. La confianza se abre paso y nos mantenemos en el sitio: a lo mejor no ha olido nuestra presencia y vuelve a por la pitanza. Decidimos aguantar un rato.
Es la una y media de la madrugada. El aguardo está siendo maravilloso. Quiero que el tiempo se detenga, que los minutos dejen de correr desbocados y que los susurros que salen de boca de la chiquilla, contándome aventuras de caza, sean la melodía que me dé la mano a lo largo de la noche. Cuando ese murmullo cautivador se detiene de golpe, da paso a una banda sonora de suspense. Un bulto pasa a tiro de piedra por delante de nuestras estampas. Gruñe. Pisa el suelo con fuerza, no tiene la prudencia de un macareno viejo… No va a ser el marrano de colmillos blancos… Así es. Una centena de metros por detrás viene su hermano de camada. Ahí están los cochinetes a zamparse el grano. Corretean, se pegan, se frotan con ansia, vuelven a comer y a corretear… Una hora están bajo nuestra atenta mirada. Qué delicia de espectáculo. Qué borrachera de sensaciones. Qué imágenes de ensueño las que nos están brindando.
Durante ese tiempo mi esperanza sigue latiendo, a ver si el solitario, viendo a esos escuderos tranquilones, vuelve al comedero. No fue así: había huido espantado, seguramente el viento llevó a su nariz el olor a humano y su ronda nocturna había cambiado de itinerario.
Es hora de recogerse. La madrugada está en su ecuador y la cama nos llama. Trastos a la espalda y pies a levantar el polvo del camino de regreso a casa. Loreto es una prolongación de mi ser; el caminar por el monte en la oscuridad le impone. A mí también. Ya vemos el farol del porche, unos cientos de metros más y los pastores alemanes vendrán a recibirnos con ladridos de alegría.
Pero… ¿qué hay en la mitad del valle? Abulta. Es un marrano. Un cochino solitario. La luna se está tapando por culpa de una nube solitaria. El «tic tac» de la premura nos urge sin descanso. La niña que se prepara; el cochino que se pone en marcha; la niña que me pregunta si lo tira; el cochino que se va buscando el abrigo de los carrascos. Un «sí» escupe mi garganta. Un fogonazo ilumina la noche. Esta joven noche inolvidable. Un jabalí yace sobre la hierba seca…
La luna pide paso, espanta con su poder a la nube inoportuna. Quiere ser testigo del abrazo, cargado de cariño y emoción, que une a tía y sobrina celebrando el éxito del lance.
Con cautela nos acercamos al cadáver. No es el macareno buscado, es una cochina machorra la que se ha llevado el tirazo.








