La multitud de horas de campo y desvelos tras esas pequeñas puntas que alguna mañana asomaron entre carrascas y jaras. Unas cuernas que son casi un milagro y que en poco más de tres meses desarrolla un sinfín de formas, tamaños y características. Y aquí entran en juego diversos factores que en muchos casos están entrelazados y pueden servirnos para conocer cómo son y cómo están nuestros corzos, pues la cuerna no deja de ser un reflejo de su dueño y del lugar donde vive su dueño.

¿Qué influye en la formación de la cuerna?

De los factores que influyen en las características de la cuerna habría que destacar los exteriores o ambientales y los propios del individuo –genéticos y edad–. Ambos, como he señalado anteriormente, van de la mano, dibujando un mapa representativo de cuernas en un territorio. La necesaria condición territorial del corzo y el esfuerzo empleado en mantener un área determinada marcada y recorrida hace del corzo un animal muy fiel a su espacio territorial durante toda su vida. Por otro lado, aunque las corzas no presentan territorialidad, también se ha comprobado su fidelidad a un área de campeo que, en la mayor parte de los casos, puede formar parte de varios espacios territoriales de diferentes machos. De esta forma, las hembras intentan garantizar su gestación con el macho elegido o con otro próximo. El resultado es, en un periodo medio de tiempo, con hembras –capaces de gestar incluso a edades avanzadas– fieles a su área y machos leales a su espacio territorial, unas cuernas con unas características familiares que se verán repetidas en nuestro territorio. Estos rasgos familiares reflejados en las cuernas los denominamos patrón de cuerna.

Una de las incógnitas que, por otro lado, se ve influenciada por la competencia y factores propios de cada individuo es la dispersión de esos corzos jóvenes. Evidentemente, el ejercicio de la caza abre nuevas oportunidades a estos juveniles, ocupando un espacio tras el abate de su anterior dueño. Estos nuevos inquilinos, en algunos casos, traerán consigo el recuerdo de corzos pasados que tuvieron determinados patrones de cuerna con sus características tanto positivas como negativas.

La herencia genética

Desmogues localizados durante más de una década en diferentes áreas, dentro de un mismo territorio, que confirman que en los detalles de cada cuerna hay rasgos familiares semejantes. © Javier Iñurrieta

Es ahí donde un correcto y también deseoso carácter selectivo debe fijar como objetivo aquellos corzos jóvenes con patrones deficientes o paupérrimos. Cuernas con ausencia parcial o total de luchaderas o contraluchaderas, o patrones con una deficiente formación alejada de las típicas tres puntas, con independencia de la calidad que presente y descartando que no sea una atrofia por traumatismo durante la formación, deberían ser ejemplares a cazar.

Se ha comprobado que estas características se repiten en periodos de tiempo determinados, observando a los diferentes corzos que pueblan o han poblado un territorio, e incluso en los viejos desmogues que sirven como ejemplo. Lo cierto es que esto entraña otra dificultad, que en el caso de los machos se ve resuelta abatiendo al ejemplar que presenta ese rasgo familiar concreto, pero que, en las hembras, portadoras también de esa herencia genética, es improbable conocer.

¿Cuándo cazar cada corzo?

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Corzo adulto al que le falta una luchadera. © Shutterstock

Una buena predisposición sumada a diversos factores que pueden estar a favor –alimentación, estado sanitario, competencia…– pueden ayudar a un corzo a lograr portar una cuerna notable, todo lo contrario que aquellos que ya desde su juventud –juveniles o también corzos de segunda cabeza– portan desarrollos pobres y que el tiempo confirma su escasa o nula mejoría. Me quedo con una frase que un día escuché: «Se deberían cazar los corzos malos cuando son jóvenes y los buenos cuando son adultos».