Por Mauro Muñiz (Texto escrito en 1975)

¿Y qué otra cosa somos sino cazadores? Y cuando perdamos ya, devorados por las cosas, nuestra última imagen discursiva y autónoma ¿qué nos quedará en la memoria, para consolarnos, si no la imagen del cazador al alba, el perfil del acecho, la carrera incesante, la tregua con los montes, el fuego del disparo, la hecatombe de lúcidos carnívoros caídos? Lúcidos sí, porque la bestia sabe su último destino más grandioso: morir frente a las armas, desafiar al hombre; y si no lo supiera y su costumbre no fuera sentir, escuchar, oír, templar, al cazador, le buscaría para encontrar, cara a cara con él, una muerte más digna que la muerte tranquila.

El animal lo sabe, lo tiene en la memoria: nos atisbó pintándolo, hace más de treinta mil años, en cuevas y cavernas: pedíamos socorro de los dioses dibujando bisontes, mamut, al ciervo, al caballo salvaje; y grabando sus rostros impetrábamos un hálito de ayuda para el gran cazador.

Cazando descubrimos a Dios; y en la aventura del Nuevo Mundo, llevamos la costumbre con nosotros; y los Reyes templaban caballeros, en la Europa primera, cazando por los bosques; y en la aurora industrial, inventamos el duelo con las fieras a la luz de la pólvora tronante. La caza no es sólo el deporte de los tiempos, la estética de la Historia, sino la misma Historia; la caza es el espejo, el contrapunto épico, del estilo del hombre y su ventura. Por eso, una y otra vez, deberíamos repetir la narración de los grandes y pequeños avatares cinegéticos. La minuciosa preparación de las armas, la comunión, carne a carne, paso a paso, con el terreno; la estrategia pactada del combate, la graduación de la luz, la medida del viento, el cálculo de lo que piensa el enemigo.

Deberíamos –para salvar un poco la estirpe– de escuchar cronicones de caza y hablar con los viejos cazadores furtivos, los que han visto de cerca al animal en todos sus secretos.

Deberíamos acompañar, una y otra vez, al cazador, cada uno de sus minutos por las altas sierras y picos españoles –Toledo, Asturias, el fuerte Pirineo, la gracia de las montañas del Sur– y ver cómo el hombre, este hombre de hoy acongojado por tanto automatismo, regresa a sus perfiles más auténticos: a vivir de la vista, del olfato, de la magia manual, del dominio del miedo, de saber cuándo es tiempo de la sangre, de doblar horizontes con rugidos y pisadas antiguas.

Deberíamos –para salvar un poco la estirpe– de escuchar cronicones de caza y hablar con los viejos cazadores furtivos, los que han visto de cerca al animal en todos sus secretos. Cada piedra, cada esquina y recodo ha sido registrado por ellos y a ellos –que llevan pegado a sus ropas, a sus maneras, el huidizo aire de la tierra de caza– les cuentan sus muertes y escondrijos. Y, al final, deberíamos escribir las memorias de los grandes animales –el león, el oso, el jabalí, los ciervos, los gamos, las perdices–, sus testamentos hondos, cuando pierden la luz entre las brañas austeras de la muerte. Cada animal cazado tiene seguramente una historia del hombre que contar. La lleva en las pupilas.

Y así esta visión última que nos va a quedar en la memoria, en el año dos mil, del hombre épico que fuimos, se juntará con la primera memoria que tuvimos de nosotros mismos, en la Historia: la del hombre cazando, saliendo a la intemperie, bajando por los riscos, oponiendo su paso al de las fieras. El hombre cazador, el que definió primero la estatura del hombre, pues salió a campo abierto, a la suerte o a la muerte, a un duelo por sobrevivir que todavía no ha terminado. Por sobrevivir a la fiereza del animal y aprovechar, al mismo tiempo, su carne para alimentarse.

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