Dos vueltas a la llave del guadarnés. Dos vueltas que dicen mucho. Dos vueltas que ponen un punto y final a un largo periodo de estiaje, donde mi campamento base ha estado rodeado de encinas y robles, vacas y caballos, zorros y patos y… poca gente, muy poca. La tranquilidad ha sido mi compañera y los ruidos del campo mi melodía.

La urbe me reclama. Resisto a su llamada, impotente. Ya tengo el petate preparado, un nudo me aprieta la garganta al contemplarlo, y por más que mis pies no quieran echarse a andar, una fuerza desleal los encamina hacia el asfalto. Semáforos, escaparates, coches y, sobre todo, bullicio de personas que me aguardan. Los ruidos que entren por mi ventana no serán el croar de las ranas, el canto de los grillos o el bramido cansino de las vacas después del desahijado. Los sustituirá la bocina de furgones de reparto, camiones de recogida de basura o gritos energúmenos de malos bebedores nocturnos. Pero tengo que marchar. Las obligaciones pesan y hay que estar a la altura del deber.

Las quitameriendas cubren el suelo de septiembre.
Las quitameriendas cubren el suelo de septiembre. © Shutterstock

Esta mañana he salido a dar mi último paseo veraniego a lomos de Hechicero. Un forro polar arropaba mi cuerpo para batallar los quince grados que marca el termómetro. Esto es Salamanca. Acompañando mi caminata, entre las patas de mi caballo cuando las vacas le hacen cara, va mi perro, feliz de sortear carrascos y encinos con la esperanza de levantar alguna liebre encamada.

Al son de los cascos de Hechicero, sobre el suelo, vuelan mis pensamientos recorriendo lo vivido en estos últimos ochenta días, mientras mi vista examina el paisaje propio de mediados de septiembre: los espinos blancos cargados de manjolinos que como rubís adornan sus finas ramas, las quitameriendas, anunciando que el otoño está a la vuelta de la esquina, esperando ansiosas las lluvias y temperaturas del cambio de estación; y unos nenúfares sobre las aguas del Huebra escondiendo su blanca flor para prepararse ante las futuras inclemencias del tiempo. ¡Qué bonito es el otoño que aguardamos!

Todas las mañanas iniciaba mi ritual de rastreadora. Una penitencia autoimpuesta que solo explica la locura que experimento cuando se trata de asuntos de caza. Cuatro sitios estratégicos, querenciosos por tradición cochinera años ha, habían sido los elegidos para colocar las cámaras de trampeo.

Estos «diecinueve días y quinientas noches» me han regalado momentos inolvidables: tardes de pesca con mis sobrinos donde los cubos rebosaban de cangrejos; reuniones con buenos amigos cuya sola presencia te aporta alegría, viajes por todo el mundo –Australia, África, Europa…- sin levantarme del sofá del porche mientras mis ojos devoraban miles de páginas de novelas maravillosas; baños en el Cantábrico con un miedo atroz a que una carabela portuguesa, que rondaba esas aguas, hiciera su presencia… y muchas, muchas, horas de preparación de aguardos. ¡Cuánto tiempo empleado este verano en preparar esperas! Si se correspondieran con animales cazados… ¡en mi pared colgarían unas cuantas tablillas más! El resultado final fue pobre: dos navajeros ‘cumplidores’ fue lo único que colmó el ansia de depredador que todo cazador lleva dentro.

Pero no fue tiempo perdido, ni mucho menos, lo que supuso esa tarea. Fueron momentos de disfrute y aprendizaje, de perseverancia y paciencia. Las siembras y pastos de este verano nadaban en abundancia, empachados tenían a los cochinos colmando sus estómagos de ricos manjares, a mi maíz ‘aliado’, que con mimo depositaba cerca de sus bañas y rascaderos, no le echaban ni un tiento. Sin engolosinarlos con dicha gramínea, difícil fue conseguir su fidelidad a la cita nocturna a la que les emplazaba.

Todas las mañanas iniciaba mi ritual de rastreadora. Una penitencia autoimpuesta que solo explica la locura que experimento cuando se trata de asuntos de caza. Cuatro sitios estratégicos, querenciosos por tradición cochinera años ha, habían sido los elegidos para colocar las cámaras de trampeo.

Huella de jabalí.
Huella de jabalí. © Shutterstock

A esa cordura secuestrada no le importaba que el recorrido, ya fuera en el todoterreno o a caballo, se prolongara al menos hora y media y a veces bajo un fuego abrasador impropio de mi tierra. Un tiempo en el que la ilusión y el chasco iban de la mano, tablas solía ser el resultado. Qué alegría cuando llegaba a uno de los emplazamientos elegidos y veía que las piedras que había colocado, a los pies del tronco donde purgan sus parásitos las bestias investigadas, estaban movidas. Y ya si adornaba la charca una baña reciente, el entusiasmo se incrementaba. Antes del cambio de tarjeta y continuar mi periplo, inspeccionaba la zona como un auténtico guerrero masái: tamaño de las huellas, altura del animal al dejar su barro incrustado en el tronco, etc.

El visionado de las tarjetas era el momento de intriga del día. De ilusión. De esperanzas soñadas. De anhelos de aventura. Marranos había y alguno de los que dan una gran alegría al matarlos, pero jornada tras jornada la dificultad se mantenía: no había ninguna rutina, el azar era su estrategia vencedora. Entraban en sitios distintos cada día y a horas totalmente dispares ¡unos informales y embusteros es lo que eran! La suerte se iba a convertir en mi compañera nocturna. Una suerte que solo me dio la mano dos noches de cuarto creciente, de las más de quince veladas que realicé bajo la luz de la luna y las estrellas.

¡Qué noche aquella en la que un macareno pasó a ser mi preciado trofeo! Burlando toda lógica y preparativos previos, tenté a la suerte alimentada por una intuición contemplada bajo las canas sabias de mis años vividos. Ignoré cámaras y tecnología punta. Olvidé las bañas preparadas y decidí asentar mis posaderas a la vera de un alcornoque desde el que oteaba una charca tomada por un jabalí anónimo al que llevaba siguiendo su pista un par de jornadas.

No lo veo, pero sé que está ahí. Mi adrenalina se dispara al tiempo que a me repito a mí misma: «Tranquila, ahora terminará de rascarse e irá a la charca. Es en esos metros donde tienes que hacer el disparo. Tranquila»

Dos mañanas al hacer mi itinerario prescrito detuve el auto al borde de esa charca abandonada en mis planes cinegéticos. Sus orillas pisoteadas por decenas de pezuñas de vacas y terneros camuflaban el revolcadero de un cochino. El agua de la baña estaba bastante clara a las diez de la mañana, lo que me hacía suponer que mi animal añorado se daba su chapuzón refrescante a primeras horas de la noche. Además, mis ojos inquisidores habían tomado nota que antes de su baño se restregaba con ansia en una encina próxima -el tronco no vestía barro ninguno-. Y lo más interesante, y lo que supuso el cambio de inflexión en mis andanzas, fue ver varios jaretazos profundos en su corteza, difícilmente realizables por un piñonero novato.

Anclada al pie del alcornoque la noche va ganando la batalla al día. Mis pupilas se acostumbran rápido al entorno. Media luna aporta la luz suficiente para distinguir el contorno de la pieza deseada. Disfruto de esa soledad en la mitad del campo donde el tiempo se detiene. Un chasquido me pone alerta, es un ruido mínimo el que llega a mis oídos. Aguzo todos mis sentidos hacia el lugar del que proviene, no se ve nada por mucho que escudriño, el reflejo de la luna no llega ahí. Aquello que ha producido ese crujido viene por la sombra. Pongo toda mi atención en los sonidos que percibo y pasados un par de minutos reconozco el sonido de un animal restregándose con frenesí. No lo veo, pero sé que está ahí. Mi adrenalina se dispara al tiempo que a me repito a mí misma: «Tranquila, ahora terminará de rascarse e irá a la charca. Es en esos metros donde tienes que hacer el disparo. Tranquila».

Espero un tiempo prudente y, cuando el silencio se ha vuelto a adueñar de la noche, avanzo con mi linterna hacía el animal abatido. Lo primero que mis ojos ven son sus atributos

No quiero perderme ni un solo sonido que pueda captar mi cuerpo y para ello tuerzo la cabeza colocando mi oreja en línea recta al animal. ¡De repente! el mayor alboroto posible rompe la noche. Todas las ranas que habitan en ese agua estancada se ponen a cantar a lo soprano anulando completamente mi audición. Solo queda útil mi sentido de la vista para llevar a buen puerto el lance. Los segundos se me hacen horas cuando finalmente vislumbro una mancha oscura caminar hacia mi zona de tiro. Apunto al codillo y aprieto el gatillo. Las ranas callan al instante y un pataleo de muerte me chiva que el guarro está allí. Ha caído.

Espero un tiempo prudente y, cuando el silencio se ha vuelto a adueñar de la noche, avanzo con mi linterna hacía el animal abatido. Lo primero que mis ojos ven son sus atributos -¡mi alegría se dispara!- para dar paso a alumbrar unas amoladeras de olé que me colman de dicha…

Freno mis pensamientos y vuelvo al presente que me ata a la realidad del momento. La mañana ha avanzado y ya es hora de volver a casa. Hechicero tira el mosquero con elegancia ¡qué pesadas están las moscas a estas alturas del año! Y vigoroso en sus andares marcha hacia las cuadras. Una parada obligatoria nos queda por realizar, él lo sabe, y sin tener que tirar de las riendas que sujetan su bocado, se detiene a los pies de Nuestra Señora del Carmen, que pende sobre el tronco de una encina majestuosa, para darle gracias por lo vivido en esta estación de calores y días de eterna luz que está a punto de culminar.

© Cristina Clemares

La llave del guadarnés la he depositado en su sitio, a la espera de que en veinte días mis manos vuelvan a atraparla, para volver a subirme a mi montura y recorrer estos campos que me llenan de felicidad. Deseosa de ver florecer el verdín entre el pasto seco, oler a tierra húmeda y contemplar como la bellota sigue su curso.

Mientras tanto cambiaré el rifle y las riendas, que me han acompañado estos meses, por una pluma y pinceles con los que pueda plasmar -escupiendo con garra sobre el papel y el lienzo- los sentimientos que cabalgan en mi interior.

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