Era el Día de la Hispanidad. Caminábamos por el pico más alto del rancho de caza en Aguilar (Colorado), cuando mi guía yanki señaló a un bosque que se encontraba a nuestros pies y me dijo: «Por aquí pasó Francisco Vázquez de Coronado cuando buscaba una ruta para conquistar el norte de América».

La visión de aquella masa forestal de la otrora Nueva España me resultó hipnótica. Un escalofrío me sacudió por dentro y durante unos segundos traté de imaginar a aquella columna de desaliñados y sudorosos hombres avanzando hace 500 años hacia lo desconocido con sus picas al hombro. 

Medio milenio me separaba en el tiempo, pero no en el espacio, de aquellos conquistadores que, a veces a pie y a veces sobre sus monturas, tomaron aquellas tierras para el Imperio Español. Era una sensación extraña, como si el recuerdo de sus almas aún estuviera presente en el ambiente.

No muy lejos de allí está el pueblo de Ánimas, que debe el nombre a un grupo de soldados de la Corona española que murió sin la asistencia de un sacerdote, tan lejos de la tierra que los vio nacer. Lo hicieron junto a un río que el propio Coronado bautizó como el de las Ánimas Perdidas en el Purgatorio en honor de aquellos pobres infelices.

En aquellas mismas tierras secas y polvorientas se encontraba el animal que yo había ido a cazar. Bautizado como berrendo por aquellos hombres que descubrieron la inmensidad del Atlántico, y la traspasaron, subidos a un cascarón de madera. Por un momento traté de imaginar cuál sería el primer animal que cazaron y cómo lo hicieron.

Sabemos que descubrieron los bisontes fijándose en las pieles que recubrían las tiendas de los indios apache que encontraron a su paso. Indios con los que, leyendas negras de la pérfida Albión al margen, convivieron y de los cuales aprendieron a cazar. Porque sus crónicas narran que aquellos nativos eran realmente buenos en ello.

Giré mi vista en la dirección que señalaba el guía y vi la  interminable Cordillera de la Sangre de Cristo, con los grandes Picos Españoles al fondo, siendo testigos mudos de nuestra cacería. Pensé cómo sería el primer español al que aquellas montañas vieron apretar un gatillo y me sentí insignificante. Defraudado, también, de ver cómo somos capaces de despreciar lo que somos y olvidar lo que hemos sido.

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