Nunca pensé que llegaría a escribir sobre un lance propio con un corzo peluca como protagonista. Como redactor de Jara y Sedal estoy más acostumbrado a relatar las experiencias de otros cazadores, esas jornadas en las que se enfrentan a piezas que parecen inalcanzables pero que acaban consiguiendo abatir. Sin embargo, esta vez la lotería me tocó a mí y el azar quiso que en el último día de la temporada corcera me cruzara con un ejemplar de esos de los que tanto había leído y que muy pocos han tenido la suerte de contemplar.

Aquel rececho comenzó sin grandes expectativas. Me encontraba en un monte de Castilla-La Mancha que pocos suelen frecuentar, donde meses atrás una desbrozadora de cadenas había eliminado toda la estepa. Descubierto de matorral, ahora la luz se colaba entre las copas de los pinos silvestres y ya había comenzado a brotar pasto nuevo. No era un lugar cómodo para recechar: el suelo, muy seco ante la ausencia de lluvias este septiembre, se quejaba a cada paso anunciando mi llegada a todo ser viviente.

Detuve mi rececho para fotografiar el pasto incipiente y las hozaduras en la zona de un jabalí. © Edu Pompa

La mañana avanzaba en un silencio forzado y apenas podía moverme. De pronto, en un claro del monte, vi que algo se acercaba desde el fondo del barranco. A simple vista parecía un jabalí rezagado que trataba de regresar a su encame y al que las primeras luces del día habían sorprendido aún lejos de este. Pero al mirar por los prismáticos, descubrí la realidad: se trataba de un corzo.

Instintivamente me fijé en su cabeza. Sobre sus orejas asomaba una masa aterciopelada que me descolocó por completo. «¿Un corzo con borra en septiembre?», me pregunté. Un instante después, la realidad me golpeó: «¡Un peluca!».

De su cuerna colgaban grandes bolsas de borra. © Edu Pompa

Un encuentro inesperado

El corazón se me aceleró de inmediato. Tenía delante lo que muchos buscan durante toda una vida sin llegar a encontrarlo. El corzo se movía inquieto, dando saltos cortos, corriendo y parándose para sacudir la cabeza. Traté de seguirlo con el visor, pero no conseguía parar la cruz en el codillo. Los pinos se interponían y no había forma de efectuar un disparo seguro. Unos segundos más tarde, lo perdí de vista tras un viso. La sensación fue desoladora: había tenido frente a mí un gran corzo peluca y lo había dejado escapar.

Sin embargo, apenas pasaron unos segundos cuando volvió a aparecer. Esta vez venía hacia mi posición, corriendo de un lado a otro, sin rumbo fijo. Encaré el rifle de nuevo, pero el animal no se detenía. Sabía que si no disparaba pronto el que podría ser el corzo de mi vida se perdería para siempre tras la vaguada a la que estaba a punto de llegar.

En un acto reflejo, lancé un fuerte silbido. El monte se quedó en silencio y, por un instante, también el tiempo. El corzo se detuvo entre dos pinos y me concedió un par de segundos clave. Sin embargo, era incapaz de parar la cruz del visor. Los nervios de tener ante mí una pieza tan poco común habían calado hondo.

El disparo

Aún así, conseguí sacar la última pizca de serenidad que debía quedar en mi interior y, tras soltar aire todo lo despacio que pude, apreté el gatillo de mi rifle. La bala del .270 Winchester voló tensa. En cuanto levanté la vista del visor, busqué con ansiedad la reacción del animal. Pero no había huida. No trató de escapar a la carrera como había podido imaginar ante un disparo con los nervios a flor de piel. Había desaparecido.

Apenas me separaban 70 u 80 metros y recorrerlos en soledad fue uno de los momentos más intensos de mi vida como cazador.

Me acerqué despacio, todavía incrédulo. Miré por mis prismáticos a la zona donde lo había disparado y localicé su cuerpo sobre el suelo. Al llegar a él, vi esa cuerna descomunal cubierta de borra que confirmaba lo imposible: había cazado un corzo peluca.

Detalle de la cuerna del animal. © Edu Pompa

Lo observé con detalle, acaricié su lomo y agradecí a la madre naturaleza el lance que acababa de vivir. Unos segundos más tarde y algo más tranquilo pude advertir que el animal tenía la cabeza abierta en dos por una profunda herida plagada de parásitos, garrapatas y larvas que lo atormentaban. Comprendí entonces por qué no dejaba de correr y sacudirse. No era un animal tranquilo ni dueño de un territorio, sino un macho condenado a vagar, víctima de un capricho de la naturaleza.

El peluca tenía una profunda herida entre sus cuernas llena de parásitos. © Edu Pompa

Un animal único

Como muchos cazadores saben, los corzos peluca son el resultado de una deficiencia de testosterona, causada en la mayoría de los casos por un traumatismo en los testículos o casos de hermafroditismo. Esa falta de hormonas impide que las cuernas se osifiquen con normalidad, por lo que, en lugar de frenar su crecimiento, la borra sigue desarrollándose, creando masas deformes que en algunos casos pueden llegar a impedir la visión del animal.

Encontrarse con uno es casi un milagro. Yo lo tuve delante y, a pesar de los nervios que agarrotaban mi cuerpo, logré abatirlo en un terreno abierto, sin vallados, en plena sierra. No había buscado trofeos extraordinarios durante la temporada, solo un corzo digno de colocarle el precinto que aún conservaba. Y el monte me entregó el más raro de todos.

Pasé largos minutos fotografiándolo, observando cada detalle y agradeciendo en silencio lo que acababa de vivir. No todos los días se cruza uno con una pieza así, y menos aún en un lance tan puro, en soledad, rodeado únicamente por el monte.

Grandes bolsas de correa comenzaban a caer sobre su frente. © Edu Pompa

El recuerdo de un lance imborrable

Aquel día guardé en mi memoria una escena que ocupará siempre un lugar privilegiado. Sin embargo, no todo fue alegría. Una espina quedó clavada: la ausencia de mi padre. Él suele acompañarme en la mayoría de mis recechos, ha sido mi maestro y quien me ayuda habitualmente a localizar la mayoría de los corzos. Pero esta vez no pudo estar conmigo.

Cuando cogí el teléfono y le conté lo ocurrido, compartimos la emoción a distancia. La alegría fue inmensa, aunque me habría gustado que él hubiera presenciado conmigo este lance irrepetible. Porque más allá del trofeo, lo que queda grabado es la experiencia vivida, el instante en el que el tiempo se detiene y uno sabe que está frente a algo único.

© Edu Pompa

Tras dedicar tres días en soledad a recechar las zonas más desconocidas para mí de uno de los acotados que frecuento, pude confirmar que la naturaleza guarda sorpresas inesperadas y que, a veces, en el último suspiro de la temporada, el monte regala momentos que justifican años de esfuerzo. He cazado un corzo peluca y sé que difícilmente volveré a vivir algo semejante, pero las sensaciones que la experiencia ha despertado en mí no han hecho más que alimentar esa certeza de que, pasaré muchos años más en el campo estudiando y disfrutando de los lances de una especie que despierta en mí mucho más que una pasión.

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