No han pasado ni tres horas. Unos nubarrones ocultaron el sol y las tinieblas cubrieron mi cabeza. Me faltaban un centenar de metros para refugiarme en casa; apreté el paso, desprovista de impermeable. Conocía el desenlace…
Fue abrir la puerta del porche y ponerse a llover como si no hubiera un mañana. Las gotas golpeaban los cristales con tanta fuerza, que mis perros, temblorosos, buscaban el amparo cerca de mis piernas. El fin del mundo pedía paso.
Han pasado tres horas y qué distinto es lo que mis ojos contemplan.
Estoy sentada en lo alto de una peña. Los rayos solares acarician mi cara. Los oídos están locos intentando captar todos los sonidos que escupe el campo. Los escupe a borbotones, gritando vida. Las ranas no paran de croar, los grillos se desgañitan a ver cuál de ellos canta más alto… hasta oigo la hierba crecer si aguzo bien el oído.
Aquí estoy, a la espera de que un corzo quiera venir a visitar el valle en el que tengo fija la mirada.
No tengo prisa. Como si no viene… simplemente poder gozar de esta paz es un regalo del Cielo.
¿Estoy cazando? Sí. Si no, ¿de qué tener un rifle a mi lado? Pero, sobre todo, estoy viviendo y meditando sobre lo que sucederá en los próximos días.
Al igual que hoy, el Viernes Santo recordaremos que las tinieblas cubrieron la tierra de pena y dolor. Ese día se cometió el mayor crimen de la Historia: un inocente fue crucificado.
Al igual que hoy, la luz vencerá a la oscuridad, la vida inundará la tierra, la vida vencerá a la muerte, la vida nos dará Vida. El Domingo de Resurrección festejaremos, llenos de alegría, que la Salvación ha venido para quedarse. El Cielo ha abierto sus puertas. Nadie las puede cerrar.
La tarde ha avanzado, mis pensamientos han revoloteado entre las escobas en flor. Es hora de volver al calor de la chimenea. El duende del bosque no vino a la cita. Mejor así. No era el momento de apretar el gatillo.
Qué bonita tarde de caza.