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Por encima del tiempo y la circunstancia

Alberto Núñez Seoane – 7/01/2017

Desde este primer artículo de En la recámara –a partir de ahora en Jara y Sedal– lo que quiero decir, antes que nada y por encima de casi todo, es que, a mucha honra y orgullo, soy cazador. No oculto la pasión que marca mi vida, ni la escondo por ‘circunstancias’, ni la disimulo ante supuestas ‘inconveniencias’, ni mucho menos me avergüenzo de ella. Muy al contrario, en estos tiempos de acoso y derribo a la caza y los cazadores me halaga contarme entre los que han hecho de ella, de la caza, un modo de vida. Pregono, a quien quiera escucharme –y a quien no–, las bondades y virtudes que la adornan; doy fe de la imperiosa necesidad que de ella tiene la Naturaleza para recobrar y mantener el equilibrio inestable en el que se encuentra; proclamo, sin temor a equivocarme, la insustituible contribución que ha de hacer para salvaguardar la biodiversidad de la fauna y lograr que sea sostenible. No, no se trata de soflamas apasionadas, hablo de datos constatados, de estudios científicos serios, de hechos demostrados… y los hechos son opinables, siempre, pero no discutibles, eso nunca.

La grandeza de espíritu, la magnanimidad, es inversamente proporcional a la obsesión por prohibir. Vivimos en sociedad, somos muchos, es inevitable que tenga que haber reglamentos, normas, leyes, de lo contrario la convivencia sería imposible: el más fuerte aplastaría al débil, el poderoso al desfavorecido… No, la caza no es ajena a esta circunstancia, lo sabemos, lo aceptamos y lo asumimos. Pasamos exámenes, pagamos licencias, tasas y permisos. Cazamos cuando se levanta la veda, respetamos hembras, jóvenes, crías, especies amenazadas o en peligro. No somos depredadores sin escrúpulos, ni matarifes, ni mucho menos asesinos. Ni somos furtivos, los furtivos no son cazadores. A pesar de todo esto, pobres gentes viciadas por la ignorancia, manipuladas por ‘sumos sacerdotes’ de un ecologismo cutre y cerril o embrutecidas por un odio necio e inútil, se empeñan, sin argumento sólido alguno –ni uno solo– en querer prohibirnos. No nos quieren, no les sirve nada de lo que digamos, aportemos, expliquemos o demostremos, sólo siguen el estúpido y hueco designio de su voluntad, equivocada y corrompida.

Cuando no soplan vientos favorables, cuando la imposición caprichosa y tendenciosa nos acosa y empuja contra la pared, cuando la verdad se falsea y se ensalza el bulo y el rumor, es entonces cuando más debemos aferrarnos a nuestras convicciones, cuando hay que estar más dispuesto a luchar por lo que se quiere y por aquello en lo que se cree, es cuando hay que olvidar el inmovilismo, abandonar la inercia y abdicar del derrotismo.

El derecho a cazar no es negociable porque es inalienable. Ningún advenedizo, del tres al cuarto o del cuarto al octavo, puede arrogarse la posesión de una ‘verdad’, como herramienta privativa e intocable, para denostar la nobleza de una actividad que por noble, fascina, por digna, emociona, por auténtica, sorprende y por leal, enamora: la caza. Errores cometemos todos, indeseables los hay en todas partes. Traidores, mezquinos y miserables no están ausentes de ningún ámbito en el que esté presente el hombre; es parte de nuestra naturaleza –de la de algunos bastante más que de la de otros–, pero esto no es motivo suficiente ni razón bastante para calumniar, agraviar o criminalizar a un colectivo, por completo ajeno a las canalladas de unos pocos, que nada tiene que demostrar en cuanto a respeto y amor a la Naturaleza y a sus habitantes se refiere, lo ha venido haciendo desde mucho antes que el verde apareciese sobre este planeta. Por encima de buenos o malos tiempos y de circunstancias, adversas o no, la caza estará, ¡siempre!, y nosotros, en y con ella. 

       
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