El maletero de mi coche ha sido conquistado. Una bandera verde ondea en su interior. No existen ni treguas de paz, ni pactos, ni rendiciones posibles. Tendrá que llegar febrero, dando sus últimas bocanadas, cuando se lleve a cabo la liberación de ese espacio que ahora se me hace sagrado porque acoge trocitos de mi afición. ¡Qué rutina más maravillosa la que trae el otoño!

Cuando el ruido lejano de las caracolas, con su eco cruzando el sistema Central, llegó a mis oídos, mi cuerpo vibró, me zarandeó, me despertó de un letargo pasajero y me devolvió a la vida. Vino a avisarme de que el tiempo de monterías había llegado; que otra vez volveré a sentir las ladras, los agarres y las voces de los perreros gritando a la sierra: «¡Vamos, perrete!». Que no serán mis sueños embusteros los que hagan que el corazón se desboque, la garganta se seque y las piernas tiemblen. Que será la realidad la que toquen mis sentidos y abrace mi alma cuando el monte se rompa delante de mi ser. Que será mi locura por la montería la que haga que los madrugones sean suaves, las caminatas, paseos y el frío, caricias frescas. Que llegó el momento de preparar los bártulos para lanzarse al ruedo…
¡Qué rutina más maravillosa la que trae el otoño!

Un ritual que da la mano a la alegría y la esperanza, a lo mundano y a lo celestial. Con mimo y cálculo matemático al mismo tiempo, voy depositando todo lo necesario en el hall de mi casa en el campo: los taburetes, el paraguas grande, la bolsa con la ropa de abrigo, los zahones y las capas, las botas de agua y también las de montaña, sin olvidar la vara y los macutos. Por si fuera poco, este equipaje esencial hay que multiplicarlo por dos, porque, mientras la muerte no nos separe, allá que vamos mi marido y yo juntos a disfrutar de las traviesas, los cierres, las llanas y los sopiés.

Una vez todo dispuesto, llega la colocación milimétrica de los achiperres en el coche, en el que hay que dejar hueco para cuando llega el día de autos y los rifles, los prismáticos y demás complementos vengan a acompañarlos. Tarea esta que delego en mi querido esposo que, con paciencia y buen hacer, ordena todo a la perfección para que, si en algún momento dado en estos casi cinco meses de ocupación es necesario ir al supermercado, haya hueco en el portaequipajes.
Lo que está claro, cristalino, es que hasta la compra queda supeditada a la caza. ¿Qué necesidad hay de comer o de limpiar si ello puede conllevar que algo importantísimo quede olvidado fuera del maletero? ¡Qué rutina más maravillosa la que trae el otoño!

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Un arriero en una montería. © JDG

El todoterreno empezará a oler a campo, a jara y a membrillos del huerto. La carrocería será salpicada con el barro de los caminos. Las alfombrillas se mancharán de la tierra que desprendan las botas, esas botas domadas y engrasadas que pisarán los charcos y el rocío de la mañana. Los zahones desprenderán el tufo del fuego en esos días gélidos, donde la lumbre es la mejor aliada. Los sombreros de fieltro se secarán al calor de la calefacción después de una mañana de lluvia, y los taburetes de cuero tensarán su piel mientras el agua que los ha calado se evapora en silencio. ¡Qué rutina más maravillosa la que llevo a cabo todos los otoños!

Octubre ya pasó; ni tiempo me dio a asimilar que el verano había terminado y que era otra estación la que me recibía al despertar. Con el invierno todavía en la lejanía, me ato los machos para disfrutar de los lances que me tiene preparado el destino. Solo de pensarlos, mis dedos se paralizan; me cuesta golpear el teclado del ordenador y poner punto final a este pequeño artículo. Cochinos y venados entrando a mi postura. Tiraderos de balcón y otros de cortadero. Migas con amigos y cigarro con conocidos. Disparos de escándalo y otros para escandalizar por el fallo cometido.

¡Qué rutina más maravillosa la que llevo a cabo todos los otoños! En el maletero del coche está colgado un cartel de «completo».

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