Jesús Caballero – 18/07/2018 –

El movimiento animalista es un intento posmoderno de aplicar a la naturaleza unos principios idealistas e igualitarios que fallan de partida al carecer de toda base biológica. En su delirio especulativo, plantea la tesis de que nuestra relación con la naturaleza debe ser fraterna, olvidando que la Tierra es un entramado de relaciones –biocenosis– donde el principio de partida es la vía heterotrófica, es decir, que para que la naturaleza funcione unos seres deben comerse a otros.

El discurso animalistaFoucault– pretende la revisión de esta realidad biológica desde una perspectiva moral, denunciando que la posición del hombre en el planeta es un privilegio revisable o, si quieren, un constructo humano que debe ser superado. Desde esa hemipléjica perspectiva hacen la ingenua propuesta de establecer un contrato moral con todos los seres vivos convirtiéndolos en sujetos de unos derechos y olvidando que la muerte, guste o no, es el motor de la vida en el planeta. El herbívoro se alimenta de otros seres vivos y el destino de aquellos es nutrir a otros eslabones de la cadena –carnívoros y omnívoros–.

El animalismo, pues, empieza especulando, y termina delirando, que vivimos en un mundo donde el derramamiento de sangre es evitable; un discurso que aunque entusiasme a la plebe indocta, ebria de corrección política, no deja de ser una espléndida majadería. Sin embargo, al amparo de este ‘trampantojo natural’ se han puesto de moda en el Occidente excedentario unos «modelos cálidos» de relación con la «madre nutricia», que diría Paco León, como el vegetarianismo, el veganismo y otros modelos intermedios que nacen impregnados de una superioridad moral que se proyecta en movimientos políticos prohibicionistas como PACMA, cuya característica es ser antitodo lo que les descuadre una interpretación ética e igualitaria de su utópica naturaleza –caza, pesca, toros, galgos, hípica, zoos..–.

Desgraciadamente, los estamentos sociopolíticos, por omisión, son cómplices de nuevos radicalismos que de este idealismo se derivan y que, en su versión más dura, trasforman a toda su disidencia en diana de un nuevo fascismo verde que sigue a pie de la letra el canon clásico de modales y coacción: primero señalan, luego estigmatizan y lo demás… está en los libros.

El ideal de un mundo armonioso sensible y moralmente ordenado sólo es flor de un delirio, porque el equilibrio de esa naturaleza armónica que idolatran como un ens perfectum implica un drama cotidiano con derramamiento de sangre, y como esto los enloquece proponen la desquiciada alternativa de que el «nuevo hombre» se erija en «guardián de la biosfera», como propone Mosterín, en el ingenuo propósito de reinterpretar las leyes naturales y acomodarlas a su idealismo retórico.

El materialismo darwiniano implica que la naturaleza no puede ser entendida como una distribución monista y armoniosa de la biosfera. No tiene sentido científico la visión franciscana de que los animales somos hermanos. Esto sólo es una metáfora oscurantista que pretende encubrir las verdaderas relaciones filéticas que ligan a las diversas especies y que no es otra dialéctica, repito, que la de comer o ser comido. Aunque repugne, la enfermedad es la salud del microbio. ¿Que nos gustaría otro mundo? Probablemente, pero no sería éste.

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