«Desprecio el ecologismo y las religiones llevadas al extremo porque, en ambos casos, tratan de convertir lo natural en pecado». La frase no es mía, sino de un lector, Zarbo Ibarrola, pero es tan buena que merece arrancar estas líneas. El animalismo-ecologismo que poco a poco va inoculando su fundamentalismo insano en nuestra sociedad no es más que la punta de lanza de una nueva religión que se abre paso en nuestro tiempo con nuevos dogmas –y nuevos profetas– en los que el hombre pecador debe acatar su dictadura moral para salvarse del infierno y de la lapidación pública.
El sociólogo norteamericano John Milton Yinger, en su Estudio Científico de la Religión, ya establecía en 1970 cinco grandes características que cumplen las nuevas religiones, alejadas de la estética de las tradicionales, pero idénticas en su funcionamiento y en su carácter inquisidor: conversión –el neovegano que descubre el sufrimiento animal que provoca comiendo un filete–, incorporación a una comunidad –a través de Internet y las RRSS–, adopción de creencias morales incuestionables –los cazadores exterminan matan y maltratan–, sumisión a un código de conducta –no consumir animales ni productos derivados de su explotación– y utilización de signos distintivos para diferenciarse de otros grupos –«Yo voto PACMA»–.
Ese delirio moral que se trata de imponer al resto ya lo conocemos. Estos dogmas que ahora criminalizan a cazadores y aficionados a la tauromaquia –llegando a desear la muerte de niños con cáncer– mientras beatifican toros de la Vega, perros Excalibur o leones Cecil, son los que lapidan mujeres adúlteras en Mali o los que apaleaban homosexuales sodomitas hace 60 años y quemaban en la hoguera herejes malditos que se permitían el lujo de decir que la Tierra era redonda. Como toda buena religión, ecologismo o animalismo superponen la moral a la razón.
Nunca me han gustado los inquisidores, con o sin sotana, ni los viernes de Cuaresma. Tampoco soy de rezar rosarios, como chuletones, hago el amor, digo tacos y tan sólo creo en mi biblioteca. Quizá por eso no es sumar un pecado más a mi lista lo que me preocupa, sino ver cómo el fundamentalismo animalista pretende expropiarnos la libertad de pensar y actuar con arreglo a nuestra naturaleza y voluntad.