Si algo he aprendido a lo largo de los últimos 20 años es que los corzos repiten patrones. Por todos es sabido que el más pequeño de nuestros cérvidos es un animal de costumbres y de querencias que, con mayor o menor fortuna, los cazadores tratamos de averiguar con la intención de ganarle la partida.

Seguro que tú mismo, en los cotos donde caces, conoces la existencia de aquella fuente de agua clara a la que se acercan a beber de forma asidua, de ese barranco lleno de brotes en primavera que sirve de improvisado buffet libre o de esa siembra de esparceta que les vuelve completamente locos y siempre tiene corzos. Después de horas y horas en el campo es relativamente fácil conocer esos enclaves y aprovecharlos para nuestros propios intereses.

Lo cierto es que sobre todo esto ya hay mucho escrito y este artículo no pretende ser un texto que te de una respuesta a la pregunta tan manida de dónde buscarlos. Estas líneas van por otro lado pero también hablan de tu coto… y sin que haya cazado en él nunca. Baja la guardia, que no he cruzado la linde con el rifle en ristre para levantarte el corzo de tu vida. Nada de eso.

Sólo vengo a hablar de esos lugares en los que, da igual que estés cazando en Burgos, Soria, Guadalajara o Toledo, puedo asegurar que siempre hay un corzo… o al menos eso es lo que dicen las voces más autorizadas de la zona. ¿O es que acaso nunca nadie te habló de que en el cementerio asoma un macho que parece bastante bonito? Te acabas de reconocer, ¿verdad? Pues continúa leyendo porque vamos a hablar de los corzos de tu pueblo. Del tuyo y del de todos…

El corzo media punta

España es un país futbolero a más no poder. Todos hemos crecido soñando con ser como Di Stefano, Cruyff, Fernando Torres o Raúl. Es algo que llevamos en los genes y nuestros pueblos son la prueba que lo evidencia. En cada una de las localidades repartidas por nuestro país hay un descampado rematado, de mejor o peor manera, por dos porterías de dudosa firmeza.

Normalmente a las afueras, componen una imagen clásica de nuestros pueblos. Con el abandono del campo y los movimientos a las grandes urbes, estos templos del balompié rural se han ido desatendiendo y ahora son el escenario de otro tipo de jugadas y desmarques. 

En 2010 la selección española disputaba la Copa del Mundo en Sudáfrica. El calor de julio era asfixiante y después de darme una buena paliza me acerqué a Gabino, un agricultor colega, para pedirle un trago de su botijo. Mientras abrevaba como un dromedario me preguntó por qué me iba tan lejos a por los corzos: «No se pa qué te meneas tanto Carlos… Ahí mismo, en la portería más cercana a la vega sale Iniesta todas las tardes. No falla…».

Iniesta, como lo llamaba el bueno de Gabino, era un corzo adulto, con siete puntas, que asomaba en el campo de fútbol a tan sólo 70 metros de la entrada del pueblo. Llevaba un mes buscándolos en lo más profundo del último barranco del coto mientras el galán ramoneaba en las puertas de las casas. Esa misma tarde me coloqué en el cerro contrario y esperé a Iniesta. Y como el mago de Fuentealbilla, sin hacer ningún ruido se plantó debajo de la portería esperada. Lo estudié y decidí no disparar. Esta fue la primera vez que vi un corzo en un campo de fútbol, pero no la ultima. Con cada coto nuevo que he disfrutado he descubierto a un delantero estrella con fijación por el gol.

El camposanto

«Enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongojas el cielo con tu lanza.  Chorro que a las estrellas casi alcanza devanado a sí mismo en loco empeño». Así comienza El ciprés de Silos, el célebre poema de Gerardo Diego dedicado a un puntiagudo árbol del reconocido monasterio.

En la cultura mediterránea, particularmente en países como España, Italia, Grecia y Turquía, es común plantar cipreses en los cementerios. Se cree que se erige como el guardián de las tumbas, que transmite nuestras oraciones a Dios y que ayuda al alma del difunto a ascender al cielo. Por eso, olvídate de robles, encinas o hayas. La próxima vez que salgas en busca de corzos busca la alargada sombra de los cipreses. 

Esta es otra de esas localizaciones clásicas en torno a las cuales aparecen los corzos, estés en la provincia que estés. Desconozco si estas apariciones corceras responden a algo terrenal o su causa es una respuesta clara a las plegarias que lanzamos los cazadores y que nunca parecen ser escuchadas. Lo que si tengo claro es que la tranquilidad y el silencio de un cementerio rural levantado a las afueras es el escenario perfecto para echar un vistazo en busca de duendes.

En un enclave mágico entre Burgos y Cantabria, se levantaba un camposanto impresionante. Las cruces más antiguas estaban cubiertas por el musgo y los líquenes y la escolta de cipreses se divisaba casi desde cualquier punto del coto. Allí el aire golpeaba sin piedad y pronto descubrí que un buen macho con borra se protegía de Eolo recostado contra uno de esos muretes. La imagen era celestial: una mañana fría de febrero con el campo brillante de hielo y un majestuoso macho envuelto en una nube espesa de vaho después de cada respiración. Donde el silencio es sagrado encontraba el corzo un remanso de paz, como si entendiera que en ese lugar santo para el hombre él también estaba a salvo. 

Corzos entre fruto y aperos

El campo siempre ha sido fuente de vida y en los pueblos de España, con más razón. Allí aún hoy se puede probar tomates que saben a tomate, melocotones como los que merendaban nuestros abuelos y lechugas verdes y frescas, muy diferentes a las que decoran las estanterías del súper. Aunque muchos de nosotros nos despertemos en cárceles de pladur y parezcamos ajenos al resto del mundo, los hortelanos se siguen levantando con los primeros rayos del sol para partirse el espinazo y que podamos disfrutar de los mejores productos.

En cada pueblo de Castilla, Extremadura, Castilla-La Mancha o Andalucía nacen las mejores verduras y frutas gracias al trabajo incansable de los agricultores. Ellos pasan más horas en el campo que nadie y saben perfectamente lo que pasa en sus tierras. Por eso, los huertos más cercanos a los pueblos son otro de esos puntos calientes que muchas veces dejamos atrás y que todos los corceros compartimos y hemos cazado en alguna ocasión. Habla con ellos y pregúntales. Estoy seguro que entre los calabacines y las cebollas que puedes ver desde el bar, se pasea tan campante algún corzo. 

A mediados del mes de abril de 2014 recibí la llamada de un buen amigo invitándome a cazar un corzo que bajaba cada mañana desde un monte de carrascas hasta unas huertas vecinales pegadas al pueblo, arrasando con todo lo que pudiera rumiar. Estudié la zona y comprendí que debía situarme en la ladera contraria a su encame, dejando los huertos a mis pies. Todavía de noche llegué a la zona elegida y me senté en una cornisa de piedra esperando a que clareara la mañana.

Con la primera luz salieron dos corzas. Realmente no sabía qué tipo de corzo se alimentaba allí, ni tan siquiera si entre los comensales se encontraba algún macho apropiado. A los pocos minutos, y por la misma trocha, vi aparecer un macho. Lo miré y lo remiré. Era adulto y le faltaba la contraluchadera derecha, por lo que podía valer. Entró de un salto en las huertas y comenzó a comer. El tiro era sencillo, pero de pronto cambió el aire, se molestó y volvió al trote sobre sus pasos en busca del monte. Chisté para pararlo y disparé en el último momento. El dueño de las tierras disfrutó mucho esos lomos…

Corzos compartidos

Estoy seguro de que te has reconocido con los corzos anteriores. Seguro que te han hablado del macho del campo de fútbol, de aquel que sale por encima del cementerio o de ese otro que arrasa con los guisantes sin misericordia. Sin embargo, en este último caso se te va a borrar la sonrisa de la cara porque es un tema que hace que te hierva la sangre y con razón. En todos los cotos corceros que conozco siempre existe el mismo problema: las lindes.

Aunque parezca muy sencillo de entender, no ha todos los cazadores les entra en la cabeza que los límites están para respetarlos. Me juego el pescuezo a que en más de una ocasión te han dicho eso de que sale uno muy grande en el llano de no se qué… pero está justo en la linde. Yo lo he escuchado miles de veces y me sigue poniendo de los nervios.

Ya sea cazando en Palencia, en Teruel o en Ciudad Real tienes que asumir que los corzos se mueven y que a lo mejor duermen en lo tuyo pero comen en lo del vecino o viceversa. Y además es que esta situación se repite en absolutamente todos los cotos del mundo, así que cuanto más respetuoso seas más fácil te será lidiar con algo así. Y si lo caza el vecino en buena lid, se le da la mano y a seguir buscando. 

Recuerdo que andaba de rececho junto a mi tío Carlos a finales del mes de julio. El celo acaba de estallar y podríamos localizar algún buen macho casi a cualquier hora. Siguiendo sus consejos, nos lanzamos a recechar por unas huertas que limitaban con un arroyo cercano que marcaba perfectamente el límite del coto con el del vecino.

Allí los corzos tenían amplio terreno para sus correrías amorosas y el reclamo del agua fresca era prácticamente una invitación al desenfreno. Nos sentamos y comenzamos a observar. Un macho y una hembra jugueteaban a la sombra. El primero no paraba de hostigar a su pretendiente hasta que otro se presentó a la carrera. Los dos corzos comenzaron una maratón sin freno durante la cual se cambiaban de coto una y otra vez. El grande echó al chico y volvió a por la corza, pero esta se había desplazado 60 metros y esperaba dentro del coto vecino.

Se hizo de noche y ahí teníamos al corzo, tan cerca y a la vez tan lejos. Por supuesto, la bala se quedó en la recámara esperando a detonar en casa propia.