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La llamada

 
La caza alumbró los primeros pasos del hombre. Nos hicimos humanos en y por ella. Quinientas mil generaciones después algunos se empecinan en olvidarlo.
Jesús Caballero – 17/01/2017 –
Ha concluido el armisticio de la veda. Abierta la temporada general hemos vuelto a asistir al misterio de la resurrección de decenas de miles de cuadrillas de caza esparcidas por todo el territorio nacional. Es la respuesta de una comunidad ancestral a la llamada paleolítica que nos hermanará por unos meses en esa prehistórica liturgia que fascinó al hombre desde la noche de los tiempos: la caza.
Con la apertura de la veda vuelve el primigenio espíritu cinegético, renacido como un Ave Fénix. Un año más se esparcirá por nuestros cotos el bullicioso trajinar de esa singular comuna de hombres y perros en pos de las salvajinas. La caza, y es el motivo de la página de este mes, crea inauditos lazos entre sus cofrades, improbables en otros colectivos. Basta que alguien se nos presente como cazador para que nuestra conciencia le adjudique la presunción de gente cordial, que es el paso previo a una verdadera amistad. El gremio cinegético muestra de esta manera un curioso corporativismo que viene sucediéndose por generaciones desde el Cuaternario.
Dicen los psicólogos que el ser humano dispone de unas neuronas especializadas en el reconocimiento de las verdaderas complicidades humana. Se denominan ‘neuronas espejo’, y son las encargadas de detectar y hacernos empatizar con gente afín. Todos los otoños nuestras espejos neuronales relucen de nuevo en estas vísperas de la apertura de la veda, atentas a la filiación intuitiva de nuevos y viejos cómplices. Por encima del estatus social, de las afinidades políticas o religiosas, los cazadores vuelven a reconocerse como miembros de una tribu primigenia e igualitaria, hermanada en el misterio de un ritual de sangre, que fue esencial en la evolución de nuestra especie, como si esa complicidad alrededor de la caza escondiera un velado homenaje a esa actividad que permitió transformarnos en ‘especie elegida’. La caza fue el catalizador necesario para que un lejano homínido miocénico y encorvado se irguiera con la singularidad del sapiens en una evolución tan paradójica y sorprendente que hoy me permite firmar este homenaje mientras otros desmemoriados escupen contra la Historia.
Puedo imaginarme miembro de una pequeña  comunidad paleolítica arremolinada al fondo de una caverna, junto a la hoguera, preparando mis armas rudimentarias y concretando en familia nuestros inminentes planes recolectores, tal como haré ahora en pocos días con los míos. Aquella sería una escena embrionaria de valores tan humanos como la solidaridad, la jerarquía, la compasión o el liderazgo, todos cimientos de una incipiente moral que nos ha permitido llegar hasta aquí. La caza, amigos, alumbró los primeros pasos del hombre. Nos hicimos humanos en y por ella. Quinientas mil generaciones después algunos se empecinan en olvidarlo. Quizás por eso sigue conmoviéndome cada nueva temporada el reconocerme como miembro de esta singular comunidad, esencialmente humana, que es la cazadora, una emoción que se hace más tangible en el reagrupamiento de las pacíficas hordas tras la diáspora de la veda. Es ahora cuando el cazador percibe toda la transcendencia que esconde el reencuentro y la emoción de volver a estrechar una mano tan cómplice como amiga.
La caza nunca fue una moda como lo son las modernas filosofías detractoras. Nuestra autoridad moral está cimentada en el indiscutible prestigio que brota de la Historia.Termino presentando mis respetos a todos aquellos cofrades de este rito que con su decencia engrandecerán, una temporada más, su secular memoria. Hermanos cazadores, ¡buena caza! 
 

       
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