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La caza de verdad

Un cazador con su escopeta paralela. © Israel Hernández

La tesis que mantendremos en esta nota exige empezar clasificando el concepto de ‘términos filosóficos’, que pueden ser unívocos, equívocos o análogos. Un término es unívoco cuando tiene una sola interpretación; por ejemplo, cuando decimos hidrógeno aludimos exclusivamente al primer elemento químico de la tabla de Mendeléyev.

Será equívoco cuando pueda tener varias interpretaciones; por ejemplo, cuando decimos cazo podemos referirnos al verbo cazar o a un cazo de cocina. Por último, un término es análogo cuando tiene criterios de semejanza pero no identidad; por ejemplo, si decimos que el Paseo de Castellana es una arteria de Madrid estamos haciendo analogía con las arterias biológicas. Por aquella circulan vehículos y por estas sangre, es decir, tienen parecidos pero no son homologables.

La caza deportiva se ha entendido desde el Neolítico como la que practica el hombre sobre una fauna libre, silvestre y autóctona, y además la actividad debe estar sometida a normativas institucionales que regulan y limitan la acción. Cuando la pieza pierde su condición natural la actividad cinegética se transforma en una actividad análoga no homologable como verdadera caza, y si se practica eludiendo los límites reguladores entonces hablaremos de caza furtiva, perdiendo también su condición deportiva.

La caza de pluma en España, sobre todo la de perdiz, evoluciona sin remedio al artificioso sucedáneo de la granja. Es decir, segrega de la ecuación la obligada condición silvestre. Para explicar la situación se señalan múltiples causas, pero todas confluyen en la insoslayable dificultad para conseguir aprovechamientos sostenibles y rentables de las poblaciones de campo a las que habría que sumar las interminables trabas administrativas que embarran el campo, de modo que al cazador medio, que satisfacía su devoción por la reina en los cotos locales, se ha visto en pocos años ante la tesitura de tener que colgar la escopeta por falta de efectivos de campo o enfrentarla a una nueva fauna sucedánea, aceptando como inevitable la deriva de los tiempos que invita al consumo del trampantojo que supone hacerlo sobre una fauna criada ad hoc pero que justifica una razonable rentabilidad y, por tanto, la viabilidad del sistema. En definitiva, el cazador deberá decidir si consumir o no el producto de esa ganadería singular que son las granjas cinegéticas.

La verdadera caza, la sustantiva, la tradicional sin adjetivos, ha quedado reducida a espacios cada vez más restringidos y exclusivos, gestionados curiosamente por otra especie biológica también en peligro de extinción que es ese puñado de gestores y propietarios románticos empeñados en achicar el océano con su cubito de playa.

La caza de pluma y sobre todo la de la perdiz silvestre agoniza sin remedio cercada socialmente por el emergente animalismo y las desfavorables neopolíticas medioambientales. Todo hace sospechar una deriva a su extinción irreversible. Bienvenidos amigos a la caza análoga; las derivadas buenas y malas que suponen entregarse a su consumo quedan para otra nota.

       
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