Acostumbra mi padre a recordar una anécdota que vivió siendo muy joven, mientras trabajaba en una finca de Salamanca llamada Fuentes de Sando. Cuenta que un día caminaba por esta dehesa cuando se encontró tirado en el suelo un becerro que había muerto nada más nacer. Lo dejó atrás, pensando que en pocas horas las alimañas acabarían con él.
A los pocos días volvió a pasar por el mismo lugar y observó, con asombro, que el cuerpo se consumía en el suelo, intacto. Ningún carroñero lo había tocado. Extrañado, lo comentó con un viejo alimañero que trabajaba de montaraz en la misma finca. Un hombre de campo que había llegado a ser reconocido como uno de los mejores tramperos de la provincia.
Se llamaba Antonio Montes, aunque todo el mundo lo llamaba el Tío Montes, y conocía los secretos de todas las criaturas que se movían por la dura gleba castellana. Era uno de aquellos hombres sabios que paría la España más profunda, entre penurias, hambre, encinas, cepos y lazos. «¿Cómo va a comérselo la zorra, si su cabeza está mirando a la salida de la luna? Cámbialo de postura y verás cómo le mete mano», le respondió como si estuviera diciendo algo insultantemente obvio. Mi padre le hizo caso y cambió su posición: al día siguiente sólo quedaba un trozo de pellejo y unos pocos huesos descarnados.
La historia habría quedado en el anecdotario familiar como algo incontable y difícil de creer si no fuera porque hace un par de temporadas cazamos en nuestro coto un zorro que quedó tendido en el suelo a nuestra marcha. Dos semanas después volvimos a pasar por allí y, sorprendentemente, observamos que su cuerpo seguía intacto. Recordando las palabras del ya desaparecido Tío Montes caímos en la cuenta de que su cabeza estaba apuntando a la salida de la luna. Cambiamos su postura y a los pocos días observamos que el ciclo ecológico había funcionado, convirtiéndose en alimento para otro ser vivo.
La razón de este fenómeno nunca la sabremos, pero esta anécdota sirve para poner de manifiesto que hemos asistido a la extinción de varias generaciones de sabios del campo que, como el Tío Montes, se han llevado a la tumba un conocimiento de incalculable valor que muy posiblemente nunca llegaremos a recuperar.