Walter Benjamin (1892-1940), judío berlinés, filósofo y crítico de arte, escribió un ensayo que tituló La obra de arte en la época de reproducibilidad técnica donde sostenía que la obra de arte pierde su presencia misteriosa –aura– cuando esta es reproducida técnicamente. Es decir, las copias aparentemente idénticas nacen sin alma, privadas de la magia inefable que sólo conservará el original. Podemos comprar un magnífica reproducción de Las meninas pero el misterio, su duende, seguirá en El Prado, quedando su duplicación reducida a un mero objeto comercial.
Benjamin deducía de su afirmación que era imposible popularizar el arte a través de las duplicaciones tecnológicas como pretendía el marxismo –«cultura de masas»–, pues llegaría al pueblo castrado, desprovisto de la esencia que la hace única huérfano del alma venerable que la convierte en algo eterno y singular en espacio y tiempo. La lectura de este ensayo me ha hecho reflexionar sobre la curiosa simetría que existe en el arte y la caza y cómo ambas pierden su aura cuando intentamos reproducirlas artificiosamente.
Los que tuvimos la suerte de cazar antes de la generalización de las mallas y de las granjas cinegéticas probablemente compartamos ese mismo vacío, esa irremediable pérdida de aura que supone la caza en territorios confinados o sobre fauna duplicada en granjas. Las especies cinegéticas y el arte de su cosecha mantiene su aura primigenia en tanto conserve su necesaria esencia natural, que es la de ser libre, autóctona y silvestre. La caza preparada en sus distintas manifestaciones –cerca, cercones, sueltas, refuerzos…– pertenece al artificio reproductor y, por tanto, queda desprovista del aura esencial que requiere el lance de caza natural.
La caza envasada, preparada, exhala, guste o no, el hedor de una fauna disminuida, accesible y de éxito predecible.
No se discute que el alambre y los avances en la duplicación de fauna no supongan mejoras de control, gestión, asequibilidad y rentabilidad del producto, sino señalar cómo, al hacerlo, el arte cinegético se degrada transformándose en un objeto comercial desprovisto del aura primigenia que sólo conserva el enfrentamiento ético con un ser vivo sin limitación de recursos defensivos. La caza envasada, preparada, exhala, guste o no, el hedor de una fauna disminuida, accesible y de éxito predecible. En definitiva, una duplicación artificiosa que la convierte en un trampantojo sin esencia.
Walter Benjamin, decía, receló de la cultura de masas por la vía de la duplicación. Algunos cazadores compartimos la idea de que popularizar la caza a través de la cría artificial de la fauna para su rentable sacrificio expone la actividad a una crítica fácil de consecuencias imprevisibles y de difícil abordaje dialéctico.