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De la carabina de aire comprimido a la ley animalista: así ha evolucionado la caza en los últimos 40 años

Antonio Díaz Era nos envió esta instantánea de Ibros (Jaén). Comentaba que por aquel entonces las “orejonas” y patirrojas se defendían bien entre los olivos. © A. D. E.

Por el Tío Calañas

Qué pena. Lo digo con nostalgia e impotencia porque sé que aquellos años de mi infancia y pubertad no volverán. Ya sé que físicamente no podemos volver para atrás en el tiempo a aquellos felices años 80 y 90 del siglo pasado. Y aunque lo intentáramos redactando leyes muy permisivas, tampoco podríamos porque la sociedad ya superó aquella etapa y la conciencia es otra. En aquellos años yo me paseaba con mi carabina de aire comprimido por los cercados que rodeaban el pueblo y nadie se extrañaba, incluso te saludaban con alegría y hasta se chivaban de algún lugar donde habían visto un montón de gorriones.

Tengo que reconocer que desde muy pequeño sentí, digamos, la llamada de la caza y por ende de su herramienta habitual: la escopeta. No quería otros regalos que no fuese una escopeta, lógicamente de juguete. Las brillantes pistolas del Oeste o cualquier otra arma, más propia de guerra que de caza, también me convencían, pero mucho menos. A poder ser tenían que ser paralelas, como las de mi padre, abuelos y tíos, y desde luego que disparasen, ya fuesen bolas o flechas, porque la gracia estaba en ‘salir a cazar’, a conseguir piezas en forma de grillos, saltamontes o cualquier insecto que, por raro que fuese, tenía su homólogo en las especies cinegéticas. Por ejemplo, el encuentro con una preciosa mantis religiosa podía ser, por su escasez y exotismo, una pitorra. Las piezas abatidas eran depositadas en un bolsito de tela fijado al cinturón que me había hecho una tía y que hacía las veces de mochila y todas estas perchas insectívoras terminaban en el buche de Matías, el mochuelo que tenía un amigo. Estas andanzas ‘cinegéticas’ emulando a nuestros mayores iban modelando nuestras conciencias hasta la llegada del tirachinas, la escopetilla de perdigones y finalmente la escopeta.

Sin embargo, los chavales de esa época alternábamos estos juegos con salidas reales de caza acompañando a nuestros mayores, unas veces de conejos y perdices, otras una tirada de tórtolas, donde nos convertíamos en cobradores. La recompensa era haber acompañado a tus mayores, y los más grandes también aspirábamos a que nos dejasen pegar un tiro a una lata puesta a veinte metros, que lógicamente reventabas, un tiro fácil que tus mayores se encargaban de elogiar, elevando tu ego. La caza no sólo era con escopeta, también se cazaban pájaros con trampas o costillas, o con red, o con liga, aunque en mi pueblo decíamos liria. Algunos también teníamos la suerte de tener un familiar o amigo alimañero que ponía cepos y lazos y veías coger algún zorro.

Cazadores de antaño. © Tío Calañas

Otro ejemplo que demuestra la permisividad de antaño: a mediados de los 80 estaba yo en BUP, tenía 14 o 15 años, y la profesora de ciencias naturales mandó hacer un trabajo sobre animales y que fuera lo más original posible. «Huyan de lo común», dijo. Como yo era cazador de pajarillos se me ocurrió hacerlo sobre la avifauna de Huelva, y ya que los cazaba, sobre folios blancos pegaba el pico, una pata, el ala y la cola abiertas y las plumas del pecho. Y en los espacios blancos que quedaban describía el pájaro, sus costumbres, si era o no migratorio, etc. Pero todo de mi cosecha, sin recurrir a ninguna guía. Tras entregarlo dijo que mi trabajo era el más original, me puso un sobresaliente pero delante de toda la clase me preguntó si había sido necesario quitarle la vida a tantos pájaros. Y le respondí sensato y valiente: «Es que si no no se lo podía haber presentado así». La clase rompió en una carcajada. Pues bien a pesar de estos ‘asesinatos’ no me encerraron en ningún centro de menores, ni me suspendieron, ni me echaron del instituto. Solo noté que la profesora no aprobaba la caza de pajarillos, fue sin duda la primera ecologista que me encontraba en mi vida. Hoy todo está prohibido salvo la escopeta. También está prohibido capturar cualquier pájaro, ni siquiera sin muerte, ni está permitido cazar insectos y menos tener un mochuelo en cautividad.

Todas estas prohibiciones llegaron de repente con la Ley 4/1989 de 27 de marzo, de Conservación de los Espacios Naturales protegidos y de la Flora y Fauna Silvestres. La ley que se aprobó en España para adaptarnos a las leyes europeas de conservación, como la Directiva de Aves, muy restrictivas respecto a nuestras leyes. Ahora me pregunto: ¿han conseguido todas estas prohibiciones aumentar las poblaciones de pájaros, mochuelos o insectos? Desde luego que no. ¿Hay mucha menos biodiversidad que antes, a pesar de las prohibiciones? Por supuesto. La culpa la tiene, podríamos decir, el progreso, que ha envenenado el campo y ha reducido los hábitats naturales con urbanizaciones, infraestructuras como carreteras y parques con todo tipo de nombres rimbombantes –naturales, no sé qué de la biosfera, etc.– donde está todo prohibido y la supuesta expansión de la vida deja mucho que desear. Ah, se me olvidaba, quizá la primera causa de la caída de la vida en nuestros campos sea que el hombre los ha abandonado. Recuerdo con mucha nostalgia cómo a mediados de los años 80 y 90, las madrugadas de sábados y domingos de otoño todos los chavales de mi pueblo (Calañas, Huelva) salíamos a cazar con liria por los alrededores del municipio. Llevábamos enjaulados jilgueros, verderones, pardillos, verdecillos y pinzones. También llevábamos carne para asar y así echábamos la mañana en el campo y esta modalidad de caza sin muerte era para muchos su primer contacto con la caza. Años después de que se prohibiera esta modalidad, en las madrugadas de los fines de semana de otoño, ya sólo ves chavales hartos de copas saliendo de las discotecas para volver a casa. Es lo que hay. Aceptamos los botellones como lo más natural del mundo y prohibimos una actividad que no hace daño a nadie.

La vida de los jóvenes de los 80, mucho más conectada con el medio rural. © Tío Calañas

Hoy cualquier niño que quiera ser cazador lo tiene muy complicado. Para empezar vivirá en una ciudad donde no tendrá contacto con el campo y sus habitantes. Si sus padres nacieron en un pueblo al que acuden con frecuencia, será un afortunado porque cada vez son más los urbanitas puros. En sus colegios recibirá una educación ambiental que se basa en la no intervención y por supuesto anticaza. No tocar nada, ninguna planta y menos un animal. La naturaleza es un escenario sagrado para contemplar y admirar, pero no intervenir, ni siquiera gestionar, cuando demostrado está que la intervención del hombre en la naturaleza provocó históricamente una explosión de vida aumentando el alimento y la protección de los animales más queridos para los humanos, o sea, las especies cinegéticas y por ende el resto del ecosistema. La agricultura tradicional era la mejor gestión para la naturaleza que podía hacerse.

Los anticaza saben que impedir que los niños tengan contacto con la caza es la mejor forma  de erradicarla. La escopeta de plomillos, la red o la liria eran las formas en que los niños tenían su primer contacto con la caza, y por tanto los anticaza se alegran de su prohibición y vigilan que siga así, aunque yo, procaza, lucharía porque determinadas aves cazables como zorzales, urracas, grajillas y cornejas pudieran ser cazadas también con escopetas de aire comprimido por adolescentes. Hoy tenemos carabinas con calibres y potencia suficientes como para abatir limpiamente estas aves. Hablo de calibres como el 5,5 o el 6,35, y carabinas de aire precomprimido, las famosas y potentes CCP.

La caza se ha practicado de manera tradicional en la mayoría de pueblo de España. © Tío Calañas

El hombre ha sido siempre el que ha modelado la naturaleza, por supuesto a su interés, pero su interés también ha sido muy beneficioso para miles de animales y plantas. Y si hoy cortar una planta o coger un pajarillo para enjaular es delito, cómo no va a serlo cazar animales. La sociedad es cada vez más urbana, y en definitiva es la que cambia las leyes, y ha logrado, a través de la educación y la propaganda, cambiar mentalidades, y la caza es una de las principales actividades a erradicar. Pero esa mentalidad a ido más allá, y la prueba es el animalismo, la nueva religión que está sustituyendo a las tradicionales, y que como religión tiene sus ritos, sus chamanes, sus dogmas y por supuesto sus talibanes. Yo recuerdo hace unos años la constante e insoportable denuncia del mundo ecologista. Denunciaban todo aquello que a su modo de ver perjudicaba a la naturaleza, y obligaba al cazador a demostrar con argumentos científicos que determinada práctica no perjudicaba a la naturaleza como ellos decían, y muchas veces tenían que agachar la cabeza.

Este ecologismo del que más o menos te podías defender y con el que podías debatir ha dado paso al animalismo, un movimiento mucho más radical y combatido donde ya la razón y el debate no existen. El animalista tiene una fe ciega, fanática, en sus convicciones y no tolera, como ellos creen, que el ser humano se aproveche o utilice un animal en su beneficio, por ejemplo tirar de una carroza en una romería. El respeto sagrado por los animales prohíbe cualquier utilización de los mismos, y por tanto la caza debería estar prohibida. El ecologista razonaba por qué determinada acción perjudicaba la naturaleza, al animalista lo guía un fanático amor por los animales y critica todo aquello que, según ellos, puede dañarlos y por ello los animales deben tener derechos como los humanos. Y de ahí la ley de los Derechos y el Bienestar de los animales, que se ha aprobado recientemente en España, en contra de veterinarios, biólogos, juristas y por supuesto del mundo rural. Es toda pura ideología, y menos mal que la presión de los cazadores logró que los perros de caza quedaran fuera de la ley porque hubiera sido muy nefasto para la caza. Pero cuidado, que ellos están ahí y seguirán intentándolo. Hace unos años, el día antes de unas vacaciones, por miedo a que hubiera ratas en un trastero, puse pegamento de ratas. Mi hijo, con diez años, se negó a subirse al coche si no quitaba el pegamento, y me argumentó que si la rata caía iba a sufrir mucho de hambre y sed. Ahí me di cuenta que ya era miembro de la nueva religión. Qué será de la caza cuando mi hijo y su generación sean los que gobiernen.

Un grupo de cazadores tras una jornada de caza de perdices. © Tío Calañas

Los que pasamos ya de los 40 y 50 años, seamos o no cazadores, tenemos otra mentalidad. Sin duda nos hemos refinado, nos hemos hecho políticamente correctos en muchos sentidos, pero seguimos viendo la naturaleza como ese lugar donde nos sentimos felices paseando, recolectando setas o cazando. Y tenemos esa mentalidad utilitarista, o sea que la naturaleza hay que gestionarla y rentabilizarla, y eso no significa destruirla, sino todo lo contrario, conservarla a través de su gestión, siendo el agricultor y el ganadero sus principales gestores. Ahora Europa ha aprobado la ley de Restauración de la Naturaleza, que básicamente viene a decir que la naturaleza es un espacio para la contemplación y el paseo y hay que restaurarla, salvarla de todas las agresiones sufridas a lo largo de la historia, entre ellas la agricultura y la ganadería, y los alimentos que vengan de terceros países más subdesarrollados. ¿Qué agresiones? El hombre ha ido transformando la naturaleza, durante milenios, a sus intereses vitales. Esto es así desde el paleolítico, hace diez mil años, cuando el hombre deja de ser un cazador nómada, se establece en un lugar y comienza a sembrar y cuidar el ganado. ¿A esa naturaleza primigenia es a la que queremos volver? Aparte de una tontería, es imposible, además lo primero que habría que destruir son las ciudades, y las carreteras, que han fragmentado la naturaleza y han roto todos los corredores naturales. ¿Estamos locos? Cuando los que gobiernan y la mayoría de los que votan son urbanitas que sólo quieren el campo para respirar sano y alejarse del mundanal ruido de las ciudades, aparecen estas leyes. Y que en sus idílicos viajes rurales un gallo les despierte cantando al amanecer. O que un rebaño de vacas les apeste el aire que respiran o a un cazador pegando tiros destruya su idílico paisaje, no lo pueden soportar. Como se suele decir, con esta mentalidad creciente nos quedan cuatro telediarios.

No quiero acabar estas líneas sin esperanza. Creo que hay una poderosa razón para seguir defendiendo la caza frente a este tsunami anticaza y animalista, y es poner en valor la carne de caza. Hoy en día hay una gran preocupación por la calidad alimenticia y la carne de caza es la más rica y sana que podemos conseguir. Ante esto, nadie tiene derecho a prohibir la recolección de este tipo de carne, sabiendo además que la caza racional no pondrá nunca en peligro a los animales cazables y no cazables ni sus ecosistemas, sino todo lo contrario.

       
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