Carlos Vignau, redactor de esta casa y apasionado cazador de corzos, recuerda en estas breves líneas lo que le ha enseñado el más pequeño de nuestros cérvidos: «Siento que debo mucho a este animal».
27/2/2020 | Carlos Vignau
A mis 32 años así lo siento. Siento que debo mucho a este animal. Mucho más que a cualquier otro. Durante años, he escuchado con atención las historietas de mi padre. En ellas, los plomos y los conejos eran los protagonistas sin rival. Me quedaba ensimismado pensando cómo sería aquello de salir de casa con la escopeta al hombro; cómo sería aquello de quedarte sin cartuchos; cómo sería aquello de cobrar dos docenas de conejos pateando cuatro zarzas… Durante mi niñez eso era algo impensable. Rara era la vez que te cruzabas con algún orejudo y, si lo hacías, tu padre era el encargado de prohibirte apretar el gatillo. «Quedan muy poquitos y me gusta verlos. No dispares hombre», solía apuntar con el sentido ecologista que todo buen cazador desarrolla, digan lo que digan por ahí.
Ante la escasez de menor, los de mi camada (por lo menos en la zona de Guadalajara donde crecí) nos vimos avocados a adiestrarnos de forma diferente. La mayoría de los cazadores entran en depresión cuando agoniza febrero y sus escopetas deben ser veladas en los armeros hasta la temporada siguiente. Sin embargo, para mi marzo era sinónimo de jarana. Recuerdo con especial ilusión las tardes de los viernes. Camisa marrón y botas Chiruca era mi uniforme en el último día de la semana, y poco me importaban las miradas de asombro de mis compañeros al ver un pantalón de pana entre tanto Levi´s. A las 15:00 sonaba el timbre y el Montero verde de mi padre me esperaba aparcado en la puerta para poner rumbo al monte.
Nuestra misión era tan sencilla como ilusionante: perdernos los dos juntos hasta el domingo buscando corzos. Recorríamos el coto sin dejar un sólo rincón sin revisar. Dominábamos cada querencia. Reconocíamos a los animales de un año para otro y tratábamos de decidir cuales serían objeto de rececho al empezar la caza. Vivíamos con los primaticos clavados en las cuencas y sin rifle pero os puedo asegurar que estábamos cazando. Posiblemente, de la forma más pura que se puede cazar. El campo en esta época está a punto de explotar. Las siembras comienzan a brotar en un verde intenso y el agua galopa por los regatos, mojando cada boquilla. El frío crudo del invierno se va perdiendo y los rayos del sol empiezan a caldear el ambiente. Con un escenario así, aprovechábamos para disfrutar de las perdices y sus polladas y de alguna cochina seguida de su prole.
Al caer la tarde, volvíamos a casa felices, haciendo un repaso mental a lo acontecido durante las horas de reconocimiento. Aún conservo el bloc de notas donde lo apuntaba todo: los corzos que entraban a una determinada siembra, a qué hora lo hacían y por dónde podría hacer una entrada en el futuro.
Recuerdo esos instantes con morriña pero sonrío feliz cada vez que lo hago. Esta fue mi escuela y de esta manera aprendí a amar a la naturaleza: cazando sin matar. Posiblemente la enseñanza más importante de mi vida como cazador.