El director de la Fundación Artemisan reflexiona sobre el fenómeno Greta Thunberg y el calentamiento global con motivo de la Cumbre del Clima en Madrid que acapara la atención de todos los medios: «Mientras en estos días se producirán empujones mediáticos para presumir de qué ONGs han trabajado más por el cambio climático, los verdaderos productores de capital natural y servicios ecosistémicos, la gente del campo que gestiona nuestro patrimonio natural, agonizan lenta pero progresivamente».
4/12/2019 | Luis Fernando Villanueva
En pleno siglo XXI a nadie se le deberían escapar las evidencias del cambio climático. La actividad que desarrolla el ser humano produce enormes cantidades de gases que sumados a los que se liberan de forma natural en la atmósfera, aumentan el efecto invernadero. El ejemplo más evidente es el de gases como el dióxido de carbono (CO2), cuyo incremento exponencial desde la industrialización, en más de un 40%, ha beneficiado a un lento pero preocupante calentamiento global.
Son lógicas las críticas y el escepticismo desde algunos sectores, pero siempre que se hagan con base científica y no como opinión. Y quizás la irrupción de un icono como el de Greta Thunberg haya ayudado a despertar conciencias, ya sean naturales o forzadas por la presión de una sociedad cada vez más sensible con el futuro de nuestro planeta.
Pero dicho todo lo anterior a nadie se le puede escapar que una adolescente de 17 años no deja de ser una marioneta de multitud de intereses. Su legítimo pero forzado ecologismo de manual parece estar cincelado por lobbys ecologistas y energéticos. El mensaje de Greta ha calado en la sociedad, pero si el cambio climático es el Apocalipsis, el pánico no debiera nublar la necesidad de una estrategia global en la que toda la sociedad asuma responsabilidades.
Porque hablamos de un escenario con cinco semanas más de verano, donde el Delta del Ebro ha perdido unos 150 metros de terreno respecto al mar, la desertificación avanza de forma significativa, el cambio de comportamiento de las especies migratorias es más que evidente, estamos atestados de especies africanas, ya no nieva como en los años ochenta…
Y mientras en estos días se producirán empujones mediáticos para presumir de qué ONGs han trabajado más por el cambio climático (desde sus oficinas en el Paseo de la Castellana, a la sombra de una boina de gases contaminantes), los verdaderos productores de Capital Natural y Servicios Ecosistémicos, la gente del campo que gestiona nuestro patrimonio natural, agonizan lenta pero progresivamente.
Porque se olvida demasiado a menudo de que sectores como el forestal y la caza son protagonistas de la fijación de CO2. Nuestros bosques, que ocupan un 51% del territorio nacional con más de 26 millones de hectáreas, absorben más de un 20% de las emisiones anuales de CO2. Y estos bosques, a diferencia de lo que la sociedad pueda pensar, están gestionados por propietarios privados y gestores de cotos de caza, es lo que insisto desde hace años en denominar un «modelo de conservación silenciosa». Estas personas no sólo no son premiadas por esa labor, sino que están consumidas por una legislación ambiental que provoca, cada día más, el abandono del medio rural y la gestión forestal.
Y así estamos. A algunos se les llena la boca al hablar de cómo luchan contra el cambio climático, al plantear supuestos cambios de modelo y tratar de predicar soluciones mágicas que, por supuesto, deberán ir acompañadas de importantes pellizcos a las arcas públicas. Pero, una vez más, todo esto se hace de espaldas al mundo rural. Se legisla desde los rascacielos y se olvida a los que cuidan y conocen nuestros bosques. Se aprueban medidas desde las ciudades sin calcular las consecuencias que tienen en nuestro campo. Se predica con la voz más alta, se escucha sólo a una parte, o a quien logra llamar la atención de los medios, ignorando a los conservadores silenciosos.
Recientemente, la Asociación Interprofesional de la Carne de Caza (Asiccaza) ha destacado que esta carne cumple con las recomendaciones de Naciones Unidas, dado que los animales se alimentan de forma natural, sin provocar impacto en el medio, contribuyendo a evitar incendios forestales y manteniendo comunidades de aves carroñeras y otras especies. No lo dirá Greta, ni aparecerá la noticia en grandes titulares que sí se hacen eco de esa recomendación de acabar con el consumo de carne, todo ello sin importar lo que eso supone en la España rural y sin analizar los enormes intereses económicos que se esconden tras esas campañas.
Mientras, llevamos muchos años viendo cómo se conceden ayudas millonarias a entidades supuestamente dedicadas a luchar contra el cambio climático. Más allá del crecimiento estructural de estas entidades y del dinero gastado, pocos efectos reales hemos visto. Por su parte, los propietarios privados y los gestores del campo continúan invirtiendo ingentes cantidades de fondos propios que nadie agradece y a cambio sólo reciben críticas y ataques de aquellos que sólo visitan nuestros bosques y dehesas en sus paseos de fin de semana.Y de todo esto, en la Conferencia de Naciones Unidas para el Cambio Climático que estos días se está celebrando en Madrid, poco o nada. Estaremos atentos.