El progreso ha llevado al hombre a una huida de la naturaleza. Ese éxodo del agro y de lo natural se ha multiplicado en las últimas décadas con la revolución tecnológica y la gran migración hacía las urbes. Quienes frisamos los cincuenta, hemos comprobado el tránsito de la carta al correo electrónico, de la máquina de escribir y el papel de copia al ordenador, del maestro albañil al aparejador o de la recolección manual de la aceituna o la uva a la cosecha mecanizada y deshumanizada. Pero de todos los avances que el último medio siglo nos ha ‘regalado’ está el móvil y la localización permanente, la información inmediata, los memes, los wasaps y paradójicamente, la necesidad de desconexión en un mundo global y continuamente conectado donde el ahora es pasado a la velocidad de la luz.
En tales condiciones, el hombre, que hace apenas sesenta años calentaba el agua o guisaba en la lumbre, necesita volver a la caverna, a lo primitivo, a lo natural. Se impone la necesidad de la desconexión del mundo. El hombre necesita independizarse del hombre, de lo inmediato. Asilarse del progreso que lo arroya y lo engulle. En pocas palabras: regresar mentalmente a la caverna.
Releyendo a Ortega y Gasset y su prólogo del clásico ‘Veinte años de Caza Mayor’ anoto cómo Ortega denomina a cazar vacaciones de humanidad. El principio inspirador de la caza deportiva -dice el filósofo- «es perpetuar artificialmente una actividad en su sumo arcaica». Y añade «nos despojamos de las preocupaciones, temple y modo del personaje actual que éramos y rebrota en nosotros el hombre silvestre».
Mirar el fuego nos emboba, nos transporta a la noche de los tiempos. Cuando observamos las ascuas en la noche, o escuchamos el crepitar de la lumbre, nuestros sentidos nos conectan a la prehistoria, al génesis de la especie. Esa es también la gracia de la caza deportiva, la que nos convierte en predadores y nos extrae (aunque sea por unas horas o unos días) de la esclavitud que nos impone estar siempre disponibles o siempre conectados. La persecución de la pieza nos devuelve (seguramente sin pensarlo) a aquellos primeros hombres que no eran ganaderos, que no eran burócratas y que vestían con pieles y vivían en la caza y la recolección. A lo que fuimos, el cazador-recolector. Es ese es uno de los grandes imanes de la caza: su autenticidad, su verdad. Y quizá ello nos impone una reflexión sobre la artificialización de la caza, la utilización de la tecnología sin ningún limite y la humanización de lo indómito. Pero mientras reflexionamos, recreémonos en pensar que lo rural y la venatoria lo son en positivo para el ser humano: volver a su esencia y a lo natural. Regresar a lo atávico, a lo primitivo, al origen.