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Así vivimos la caza del macho montés en la sierra de los maquis

Cartel del documental "El macho de la sierra de los maquis" producido por Cazaflix. © Israel Hernández

El coche se deslizaba entre la niebla como una sombra en la noche. El día estaba a punto de romper y las nubes se enredaban, pegajosas, en los quebrados de la sierra del Segura. Rubén Montés, nuestro compañero de Montes Media y nuestro guía en esta cacería, conducía por el camino apretando el volante con tensión, nervioso por lo que nos pudiéramos encontrar al llegar al coto: «Normalmente allí la niebla no se agarra tanto como aquí», comentó mientras nos acercábamos a los límites de su zona de caza.

«Ojalá tengamos suerte, normalmente veo bastantes cada vez que vengo, pero basta que esté hoy con vosotros…», comentó con la intranquilidad del anfitrión que recibe a dos amigos y se enfrenta a la incertidumbre de la caza más salvaje. Al girar una curva, un bonito venado levantó su corona en mitad de una ladera y emprendió la huida entre los pinos: era un buen presagio, la diosa de la caza parecía hacernos un guiño.

Un poco más adelante, al pasar por la última aldea del camino, Edu Pompa, coordinador de la web de Jara y Sedal, dio la voz de alarma: «¡Mira qué macho!». Rubén clavó el freno y entonces lo vimos: un extraordinario ejemplar acompañado de varias hembras nos vigilaba desde su atalaya junto a una vieja casa. Bajé rápidamente del coche con mi cámara pero no me dio tiempo a grabarlo. Huyó hacia el monte antes de que pudiera enfocarlo. No era nuestro objetivo, puesto que en el morral llevábamos precinto para un selectivo y una hembra, así que descartamos salir en su búsqueda.

De pronto, una voz profunda nos sorprendió desde el umbral de la casa: «¡Baja ahí todas las mañanas!». Se trataba de Juan Cerilo, el único habitante de la aldea junto a un puñado de gatos y las cabras monteses que acuden todas las tardes al caer la noche para visitar las plantas de su huerto. «Le tengo que poner esto para que no me lo coman», dijo señalando a unos sacos blancos atados por las esquinas con la vana intención de ahuyentarlas. 

Para un aldeano que ha consumido su vida en la soledad de aquellas recónditas piedras, la conversación de tres cazadores llegados desde la lejana ‘civilización’ es un pequeño regalo de ese día. Rubén lo sabe bien. Por eso, siempre que va al coto se para a charlar con él, a interesarse por su salud o sus necesidades materiales. Su vida, como la de tantos de nuestros mayores, no ha sido fácil. Y menos aún en un entorno tan inhóspito, apartado y salvaje como la sierra del Segura.

Edu y Rubén charlan con Juan Cerilo. © Israel Hernández

Aquel viejo pastor nos contó cómo siendo niño estos abruptos parajes fueron elegidos por los maquis para esconderse en sus cuevas tras acabar la Guerra Civil. «Una vez los vi. Vinieron con sus armas a la casa del señorito, cogieron comida y se marcharon al monte, pero no nos hicieron nada», comentó con la mirada perdida en la cresta del sierro. Lo escuchamos con una mezcla de admiración y respeto, y no pude evitar pensar en los secretos que esconderían aquellos ojos vidriosos rodeados de surcos.

Lo que sí deduje de sus palabras era que si aquellos pedregales habían sido elegidos por los maquis para esconderse de la Guardia Civil, la aventura de caza que íbamos a vivir iba a ser muy auténtica. Por delante nos esperaban dos días de caza de macho montés en la sierra de los maquis. 

Comienza la caza del macho montés

Después de despedirnos de Juan Cerilo enfilamos hacia el cortijo donde dejaríamos el coche y e iniciaríamos la caza. Este estaba formado por una antigua casa señorial, ahora abandonada, y varios corrales ya derruidos donde en tiempos se resguardaban las cabras domésticas. Entramos dentro para dejar nuestras cosas y no pude evitar una sensación extraña.

Una casa abandonada es como un viejo libro sin palabras: te quiere contar historias encerradas en sus paredes polvorientas y desconchadas, pero no puede. Sus alacenas, vacías de objetos cotidianos, están repletas de nostalgia y de olvido, de momentos, conversaciones y secretos de sus antiguos moradores que se pierden derrotados por el inexorable paso del tiempo. Son rincones de esa España que se desvanece y a la que muchas veces sólo la caza es capaz de devolver la utilidad y la dignidad que un día tuvieron.

No tardamos en equiparnos: yo con mi cámara, Rubén con sus prismáticos y Edu con un nuevo rifle: el Ruger American Gen II Predator equipado con el visor Leupold VX-5HD 3-15×56 y sus binoculares Leupold BX-4 Pro Guide HD 10×42. Por delante nos esperaban horas de intenso rececho.

Una cabra nos observa a lo lejos detrás de un risco. © Israel Hernández

Comenzamos ascendiendo por una ladera hasta lo alto de un pinar. Los pasos de Rubén, que conoce esas tierras como la palma de su mano, nos guiaban entre las veredas del monte para llevarnos a pequeñas claras de monte desde donde podíamos ver vegas y testeros. En el suelo nos íbamos encontrando rastros de cabras, ciervos y cochinos que encuentran en la inmensidad de este rincón casi inaccesible el lugar perfecto para pasar sus días. No tardamos en ver una cabra a lo lejos. El telémetro de los Leupold nos indicó que estaba a unos 400 metros. Parecía vieja y estaba sola, algo extraño, más en esta época, en la que el celo hace que los rebaños sean más numerosos y visibles. Nos acercamos hasta los 200 metros pero no intentamos dispararle, puesto que eso podría hacer huir al macho selectivo que buscábamos: nuestra principal prioridad.

Las horas pasaban mientras caminábamos en silencio deslizándonos ladera arriba y ladera abajo por los pedregales. Logramos ver algún grupo más de hembras con algún macho joven, pero nada adecuado para colgar el precinto, así que Rubén sugirió volver a la casa con la idea de encender una lumbre y asar algo de comida: al caer la tarde las cabras se moverían alrededor de la vega donde se encontraba la casa.

Cuando estábamos cerca de ella, Rubén nos detuvo: un grupo de hembras se encontraba a unos 190 metros de nuestra posición. Una de ellas era un objetivo perfecto para ese precinto de hembra que teníamos, así que Edu se apresuró a apuntarle, subió los aumentos del Leupold VX-5HD y apretó el gatillo del Ruger. A pesar de que fue un disparo frontal muy rápido, el animal cayó fulminado.

Rubén y Edu junto a la cabra recién abatida. © Israel Hernández

Sin duda un objetivo perfecto para controlar la población de estos animales cuyas poblaciones se han disparado, tal y como nos relató horas antes Juan Cerilo. El viejo pastor nos había contado cómo hace un par de años un macho se metió en la leñera de su casa buscando abrigo. Cuando él se acercó para coger unos palos para la lumbre, el animal, asustado, intentó huir llevándoselo por delante y propinándole un gran golpe. Por este motivo la labor de los cazadores es tan importante, puesto que es el único depredador capaz de regular las poblaciones de esta especie, previniendo además los temidos brotes de sarna que pueden acabar diezmando sus rebaños.

La hora de la verdad

Después de preparar la carne de la cabra volvimos al refugio, donde comimos y aguardamos un par de horas a que la sierra se fuera desperezando. Los bancos de niebla aparecieron por el horizonte, y durante casi dos horas esta iba y venía continuamente, amenazando con echar al traste nuestro rececho vespertino.

En un momento dado, decidimos detenernos junto a unas rocas para descansar y esperar a que aclarase un poco. Poco a poco el viento fue empujándola lejos y pudimos ver con claridad todo el terreno. De esta manera, Rubén localizó un macho con un trofeo no muy grande que caminaba frente a nosotros en una pronunciada pendiente, a más de 400 metros. Después de valorarlo, nos indicó que era el macho que estábamos buscando: un ejemplar adulto ya, con la cuerna plenamente desarrollada, pero con una longitud escasa, por lo que podíamos considerarlo un selectivo de manual.

El macho montés que localizamos a 400 metros. © Israel Hernández

El animal nos observaba mosqueado y un tanto nervioso. Además, la tarde estaba cayendo y no quedaba mucha luz, por lo que intentar acercarnos a él a través del valle no parecía la mejor opción. Después de valorar las opciones, y confiado por el extraordinario disparo de la mañana, Edu se echó cuerpo a tierra y decidió intentar abatirlo antes de que se moviera y se perdiera entre las copas de los pinos.

El viento soplaba con bastante fuerza y hacía temblar el teleobjetivo de mi cámara, que aguardaba grabando a que mi compañero apretase el gatillo. Mientras tanto, el animal nos miraba con su cuerpo ligeramente girado, mostrándonos su pecho. Edu corrigió la torreta del Leupold para disparar a 400 metros y apretó el gatillo. El rugido del Ruger se extendió por todo el valle mientras la bala volaba en búsqueda de su objetivo. El impacto alcanzó al animal a la altura del pecho, aunque ligeramente desviado a la derecha: el fuerte viento la había desplazado. El macho pegó un salto acusando el impacto y emprendió la huida, visiblemente herido. Él se sumergió hasta en un mar de copas de pino y nosotros en uno de dudas. ¿Habría caído? La noche ya estaba encima y el ascenso hasta el lugar del disparo nos llevaría más de tres cuartos de hora, así que decidimos regresar a casa y dejar el cobro para el día siguiente. 

Edu corrige la torreta del Leupold para disparar a 400 metros. © Israel Hernández

La noche fue larga. Muy larga. Edu apenas pudo pegar ojo repasando una y otra vez el disparo, primero en la pantalla de la cámara de Cazaflix, después en su mente. A pesar de la incertidumbre, Rubén estaba muy seguro de que el disparo era bueno y aseguraba que, al amanecer, no tardaríamos en dar con él. A la mañana siguiente no hicieron falta alarmas. Los tres nos tiramos de la cama aún con la noche encima, desayunamos a toda prisa y nos montamos en el coche. El día nos sorprendió entrando en el camino de la finca. Una vez más, durante el trayecto pudimos observar varios grupos de cabras, entre los que logramos ver y filmar un imponente macho de extraordinario trofeo. Pero nuestro objetivo no era él, sino el selectivo que tiramos la tarde anterior y que se había llevado con él nuestras ganas de dormir. 

Un cobro de altura

Emprendimos el ascenso hasta el lugar del disparo. Cuando llegamos al lugar del tiro, las huellas de la huida del macho aún se podían ver en la tierra, blanda tras las lluvias del otoño. Después de escudriñar el suelo pudimos encontrar sangre, así que seguimos en su dirección con los nervios a flor de piel. Rubén, que iba en cabeza, coronó el viso por el que habíamos visto perderse al animal y gritó: «¡Está aquí!». Después de tomar las imágenes necesarias, sacamos la carne y preparamos el trofeo antes de poner rumbo a casa.

De izquierda a derecha: Israel Hernández, Rubén Montés y Edu Pompa con el macho. © Israel Hernández

Atrás dejamos la inhóspita sierra del Segura y sus recónditas cuevas, las cuales dieron abrigo a los maquis, héroes para unos, villanos para otros y furtivos para todos, en uno de los capítulos más tristes y oscuros de nuestra historia. Hemos podido disfrutar de una de las cazas más salvajes y auténticas de nuestro país en la compañía de un equipo de amigos que hace que trabajar en Jara y Sedal sea un regalo. Antes de marcharnos, nos despedimos de Juan Cerilo, el último habitante de una de tantas aldeas olvidadas de nuestra España profunda, cuya historia se desvanece como la luna entre la niebla y que sólo la caza es capaz de seguir manteniendo con vida.

       
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