Hace unas semanas fui a Vilna, en Lituania, en un viaje de trabajo. En un momento de tiempo libre me escapé a visitar el Museo de las Ocupaciones. Se trata de un complejo donde hacen un repaso histórico desde la primera invasión de la Unión Soviética hasta la recuperación de su libertad como país.
El museo se encuentra ubicado en un antiguo edificio de la KGB donde los servicios de inteligencia soviéticos encarcelaron, torturaron y ejecutaron a cientos de lituanos contrarios al régimen comunista. Al entrar en sus pasillos, ahora vacíos, una sensación fría y siniestra me alcanzó. En las paredes de sus grises y roñosas celdas aún se palpa la desazón y la angustia de los pobres desgraciados que acabaron allí sus días. Y uno no puede evitar pensar en lo duro que tuvo que ser vivir aquella época, sintiéndote preso tanto fuera de la cárcel como dentro de ella. Sin esperanza. Sin libertad.
Durante el recorrido, unos textos van relatando cómo fue el proceso de conversión al que sometieron a los lituanos para convertirlos en Homo sovieticus. Ese proceso consistía en acabar con sus expresiones culturales, su religión, sus valores, sus tradiciones y, en general, con cualquier forma de pensamiento que no se ajustara a lo dictado por el partido comunista para alcanzar ese fin último de crear una nueva sociedad y un nuevo individuo.
Mientras miraba aquellas vitrinas repletas de objetos que contaban el drama humano que supuso, no pude evitar trazar un paralelismo con todos esos ciudadanos europeos a los que, a día de hoy, se intenta despojar de su cultura en nombre de un supuesto bien superior dictado por aquellos que intentan someternos a su ideología.
Por fortuna, los tiempos han cambiado y ahora las democracias se han impuesto a las dictaduras, por lo que las ideas no se defienden a punta de pistola. Pero la maquinaria de manipulación social no es muy diferente. En el fondo, aquellos 12 puntos del Código Moral del Constructor del Comunismo publicados en 1961 no son muy distintos de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de esa nefasta Agenda 2030 que pretende instaurar el Homo ecologicus.
Escribo esto mientras pienso en el silvestrismo, en la media veda, en la perdiz con reclamo y, en general, en aquello que forma parte de nuestra identidad como pueblo. En todas esas expresiones de cultura que conforman nuestras raíces y que, poco a poco, están siendo señaladas y prohibidas por nuevas formas de pensamiento y poder que odian la libertad y que se han convertido en un negocio para quienes las promueven.