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Adriana Castro, neurocientífica: «La ansiedad o el TDAH pudieron ser ventajas evolutivas que nos ayudaron a cazar»

Adriana Castr junto a una representación de uno de nuestros antepasados. © Shutterstock

El reciente trabajo firmado por la neurocientífica Adriana Castro Zavala, de la Universidad de Málaga, analiza cómo algunos rasgos que hoy asociamos a trastornos como el TDAH, la ansiedad o la impulsividad pudieron aportar ventajas decisivas a nuestros ancestros. La idea, sustentada en nuevos estudios genéticos, abre la puerta a reinterpretar conductas actuales que hoy resultan problemáticas.

El texto, publicado en The Conversation, parte de investigaciones que exploran la evolución del cerebro humano a través del análisis del ADN y del rastro molecular que dejaron nuestras especies prehistóricas. Lejos de abordar estos rasgos como simples desajustes, el estudio sugiere que, durante milenios, pudieron mejorar la supervivencia de los primeros grupos humanos.

A lo largo del artículo, la autora plantea que determinadas conductas consideradas hoy disruptivas tenían, en realidad, un encaje funcional en entornos hostiles. Al hilo de esa reflexión, Castro responde con una afirmación que resume el fondo del análisis: «Rasgos asociados al TDAH como curiosidad, búsqueda de novedad y energía elevada, si lo pensamos bien, son cualidades que podrían mejorar la caza y la recolección».

Rasgos antes útiles, hoy problemáticos

Los científicos llevan tiempo fijándose en la relación entre variaciones genéticas recientes y habilidades cognitivas complejas. En ese marco, Castro desarrolla cómo impulsividad, búsqueda de novedad o alta energía, características vinculadas al TDAH, podían ayudar a detectar oportunidades, rastrear huellas o responder con rapidez a cambios inesperados en plena actividad de subsistencia. Algo parecido ocurre con la ansiedad, entendida como un sistema de alarma extremadamente sensible que anticipaba riesgos.

El estudio citado por la neurocientífica, publicado en Cerebral Cortex, analiza millones de perfiles genéticos para retroceder más de cinco millones de años. Según sus conclusiones, las variantes vinculadas a creatividad, lenguaje o empatía aparecieron relativamente tarde, entre 50.000 y 5.000 años atrás. Y lo hicieron acompañadas de una mayor vulnerabilidad emocional.

En esta fase evolutiva, la reorganización de la corteza cerebral y el desarrollo de áreas como la de Broca favorecieron una mente más flexible y compleja. Ese avance, sin embargo, tuvo un coste: mayor susceptibilidad a trastornos como la depresión, la ansiedad o el propio TDAH.

Una evolución con doble filo

Castro recuerda en su artículo que el origen del TDAH está estrechamente ligado al entorno. Uno de los genes más estudiados, el DRD4, presenta una variante —la 7R— que se asocia con impulsividad y búsqueda de recompensas. Investigaciones con grupos nómadas en Kenia muestran que los individuos portadores de este alelo tenían mejor estado nutricional que los no portadores, lo que sugiere una ventaja clara para quienes dependían de la movilidad y la exploración para obtener recursos.

De esta forma, los rasgos que hoy pueden provocar dificultades en las aulas o en el trabajo tenían entonces un valor adaptativo. Ayudaban a reaccionar antes, a detectar amenazas o a asumir riesgos que podían marcar la diferencia entre sobrevivir o no en un territorio cambiante.

El artículo original concluye que la evolución no solo moldeó un cerebro más capaz, sino también más frágil. La misma plasticidad que permitió el lenguaje, la imaginación o la cooperación social dejó abiertas puertas a la desregulación emocional, un efecto secundario de una mente cada vez más compleja.

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