Por Fernando Álvarez de Sotomayor

De las especies cinegéticas de la Península hay una a la que admiro tanto por su belleza  como por su forma de actuar: el zorro. Cazador oportunista e inteligente, en época de escasez se alimenta de insectos, carroña, guisantes, lombrices, lagartos… Dotes de supervivencia gracias a las cuales su población se ha disparado, pudiendo encontrarte con él hoy día buscando comida en los cubos de basura de algunas urbes. Al no tener prácticamente predadores naturales, es el ser humano el que se ve en la obligación de mantener el equilibrio de las poblaciones de este súper cazador.

El siglo pasado soportó cepos, lazos y todo tipo de trampas de los alimañeros cuando sus pieles costaban dinero y el Gobierno premiaba su exterminio. Aún así sus poblaciones eran estables. En las últimas décadas, y con un control poblacional mucho más laxo, contamos con una superpoblación que incide negativamente en otras especies protegidas que nidifican en el suelo, rapaces, reptiles… sin olvidar que compite por alimento con especialistas como las águilas imperial y perdicera o el lince. Le admiro por su sabiduría cinegética y su capacidad de adaptación para sobrevivir. A lo largo de mi trayectoria cinegética me he encontrado con él en innumerables ocasiones. Aquí narro cuatro de ellas.

Mi primera espera de zorro

Mi primer contacto con él fue en mi tierra, en Galicia, concretamente en la región de Bergantiños, hace ya la friolera de 59 años. Estaba finalizando el verano y comenzaba la siega y la trilla del cereal, todo un acontecimiento social en aquellos tiempos, ya que todos los agricultores de la aldea aunaban brazos ayudándose unos a otros. Corría el vino, las viandas, las filloas y las empanadas, una vez separado el grano de la paja de cada casa. Todo un festejo para la chiquillería de la aldea.

De vuelta a casa ya anocheciendo, y en medio del camino, nos encontramos una gallina muerta. Íbamos acompañados por el cazador de la zona, Manuel Vilas, vecino de la aldea de Verdes, que además de carpintero era un especialista en dar buena cuenta de los raposos y tejones de estos montes. Nos contuvo a todos los chiquillos para que no tocásemos la gallina y en un gallego profundo nos dijo: «Tiene que volver esta noche a por su cena. Desde lo alto del muro, lo esperaré con la escopeta». Cuando llegamos a casa conseguí convencerle de que me dejase acompañarle en la que iba a ser mi primera espera.

Dispusimos el puesto en el muro de dos metros de altura que bordeaba el camino. Con la poca luz que había se intuía el bulto de la gallina en medio de aquella senda. Al cuarto de hora de estar emplazados observé cómo Vilas se encaraba la escopeta y, ante mi asombro, la gallina empezó a moverse. Reconozco que no llegué a ver el zorro, pues era del color de la tierra del camino. El estruendo del disparo casi me hizo caer del muro.

Era un animal joven del año, pero Vilas, encendiendo un cigarro, me dijo: «La piel no valdrá, pero mañana te vienes conmigo a cobrar la recompensa. A las nueve paso a buscarte». A mis seis años no entendí qué era aquello de la recompensa. A la mañana siguiente, tras hacerme una foto con mi hermana menor, colgamos el zorro de un palo y nos dispusimos a recorrer toda la aldea pasando casa por casa. En una nos daban huevos y en otras una botella de leche, lechugas, patatas e incluso alguna moneda, una costumbre muy arraigada en aquella Galicia rural y que me enganchó para toda la vida.

El autor, con la cabeza fuera de plano, junto a su hermana y el zorro de la historia. © Innova Ediciones

Inventando el chillo

Con 14 años me enviaron a Madrid a estudiar en un internado. Mi mayor ilusión era acudir los sábados a una tienda de caza y pesca, que ya cerró, situada en la calle Preciados y que se llamaba Todo. Recuerdo aquella tarde en que, en la vitrina del mostrador, tenían a la venta un nuevo muestrario de reclamos sonoros: de azulón, de perdiz con un fuelle, de codorniz… Entre todos ellos vi uno de conejo. Pregunté al dependiente y me comentó, en su ignorancia, que seguramente era para atraer a los orejudos. Rápidamente se me iluminó la bombilla: si aquello reclamaba a los conejos… también atraería a sus predadores. Durante un tiempo ahorré y un día salí de aquella tienda con el pequeño reclamo en mi bolsillo. Sólo quedaba probarlo en verano en Galicia.

Nada más llegar a mi tierra le propuse a mi cuñado que me acompañase al atardecer a un prado cercano a mi casa para probar lo que yo creía era mi invento. No me tomó en serio, pero nada más oír el reclamo, entre carcajadas, decidió venir conmigo. Sentados en el borde de un prado comencé mi repertorio musical. No había forma de que mi cuñado se callase. Se retorcía de la risa cada vez que oía aquellos agudos pitidos… hasta que de repente le cambió la cara y muy serio me dijo: «Hay tres zorros en medio del prado». A mis 14 años, sin querer, había descubierto la caza del zorro con la chilla del conejo.

El autor en una de sus primeras salidas para cazar zorros. © Innova Ediciones
El autor en una de sus primeras salidas para cazar zorros. © Innova Ediciones

El zorro récord

Ya peinando canas, fui invitado junto a mi mujer a una finca de Ciudad Real. Cada vez que salía con el guarda en el todoterreno a dar una vuelta el dueño nos obligaba a llevar un arma por si veíamos algún zorro. Nos costaba trabajo ir armados, ya que en la mayoría de los casos, cuando divisábamos uno, era visto y no visto. Aquel amanecer decidimos llevar el rifle y a un kilómetro de la casa, en medio de un barbecho, divisamos un raposo que estaba cazando y olisqueando los ratones en lo labrado.

Me bajé del coche, rifle en mano, tapándome con el monte, en el lado contrario del barbecho. El guarda, con el todoterreno, tomó la dirección contraria para entrar por el lado opuesto. Estábamos seguros de que tomaría la última rodada del tractor en dirección al monte, ya que los días que está el campo embarrado prefieren esos caminos de terreno más duro. 

Nada más ver aparecer el coche por el otro lado del barbecho salió como una exhalación en mi dirección, resultándome imposible meterlo en la cruz. Sabía que, al igual que los corzos, antes de entrar en el monte hacen una parada para seguir a ritmo más lento en la seguridad de la espesura. Tenía un pequeño claro entre dos chaparras, a unos 80 metros, y en cuanto lo vi aparecer hice la chilla con los labios, lo que le hizo detenerse el tiempo suficiente como para poder acertarle. Nunca he visto un zorro tan grande. De la punta del hocico a la cola medía 1,70 centímetros, con una cabeza y unos colmillos que le hacían parecer una nueva especie: el ‘zorri-lobo’. 

El autor con el enorme zorro. © Innova Ediciones
El autor con el enorme zorro. © Innova Ediciones