La pasada noche de Reyes estuve en la cabalgata de San Sebastián y me produjo una tremenda tristeza ver en lo que se ha convertido ahora.
Recordaba la ilusión con la que iba a verla cuando era un niño. Ver las espectaculares carrozas de entonces, tiradas por caballos; los pajes perfectamente ataviados portando antorchas “de verdad” (de las que tienen fuego) y arrojando caramelos a cientos; las enormes cajas vacías envueltas en papel de regalo cargadas a lomos de mulos o burros y simulando, precisamente eso, ser regalos.
Recuerdo también la majestuosidad de los tres Reyes, marchando allí, cada uno en lo alto de su carroza, con sus trajes de distintos colores, sus capas y las brillantes coronas sobre sus cabezas.
Y sobre todo esto, lo que con más ilusión recuerdo era ver a los animales que podían salir en el desfile, fueran caballos, ponis, burros, camellos, ovejas, ocas e incluso, hace ya algún tiempo, se llegó a ver un elefante.
Cuando terminaba la cabalgata todos los niños salíamos de allí alucinados, entusiasmados y con unos enormes nervios, consecuencia de la pura emoción que suponía que esa noche, esos mismos Reyes que acabábamos de ver, iban a pasar por nuestra casa para dejarnos alguno de aquellos enormes regalos.
Pero ¿Y ahora? ¿Qué se ve ahora? Ahora se puede ver un desfile de cuatro pajes mal contados y peor vestidos marchando desorganizados como si se estuviesen dirigiendo al botellón previsto para esa noche y portando supuestas antorchas que en realidad son unas varitas a pilas que iluminan una luz LED.
Se pueden ver unas carrozas cutres hechas con poliespán sobre las que van otros pajes que ya tampoco tiran caramelos. Arriba, eso sí, van los Reyes Magos, ataviados con pijamas de distintos colores y formas, a veces incluso ya no llevan ni corona y realmente se parecen más a los malabaristas de un circo. Y además ahora deben llevar mascarilla.
Y lo más triste de todo, al menos desde mi recuerdo de niño, es que en las cabalgatas ya no se ve ningún animal vivo. Los representan a veces con figuras de plástico o con unos globos, e incluso han llegado a poner animales mecánicos. Aunque el colmo de la desvergüenza es poner por la megafonía sonidos de relinchos para simular que en el desfile marchan caballos.
He podido oír a algún niño preguntar a su padre porqué no había animales en la cabalgata. La respuesta tiene una respuesta simple: «Hijo, porque en las cabalgatas de las ciudades los animales se ponen nerviosos cuando ven mucha gente y sufren. Los animales tienen que estar en el campo, con sus compañeros».
Siento una pena inmensa por los chavales de hoy. Van a perderse lo que era una parte fundamental de, seguramente, la noche más mágica e ilusionante de todo el año.
Y todo ello ¿Por qué? Porque ahora, en los tiempos de la igualdad de género, hay que cambiar hasta la Biblia para poner Melchoras o Gasparas, porque la Biblia es profundamente machista, como todo el mundo sabe.
Hay que eliminar las ostentosidades de los vestidos de los Reyes Magos y sus carrozas porque simbolizan la opresión del pueblo, y así ahora visten a estos como bufones y sus carrozas se parecen a la de Cenicienta después de medianoche: una calabaza, pero no tirada por ratones, claro, que si así fuese estos estarían fuera de su medio natural y ellos también tienen derechos y sentimientos.
Hay que eliminar del relato único todo lo que pueda conducir a una diferencia de clases en la sociedad, y si para esto es necesario cambiar o borrar la historia pues se cambia o se borra. Si hay que cambiar la Biblia se cambia, porque no es posible quemarla, que quemar libros lo hacían los nazis. Y si hubiese que derribar las pirámides pues a lo mejor esto se podía plantear porque fueron construidas a golpe de látigo y esclavizando al pueblo. O derribar la Torre Eiffel, o la muralla china, o todas las iglesias, ermitas y catedrales.
Quizá sea necesario también cambiar todos los nombres de las ciudades y pueblos que empiezan por San, como San Sebastián por ejemplo, porque la Iglesia es el opio del pueblo y todos los curas son ladrones o pederastas.
Y, por último, también hay que eliminar, prohibiendo, toda posibilidad que pueda conducir a un niño a ser un futuro maltratador de animales: un despiadado cazador o un ganadero sin escrúpulos. Y hay que eliminar también los circos, los zoológicos y los delfinarios; todo lo que no suponga tratar a los animales como seres sintientes y con los mismos derechos que nosotros, o más si cabe, porque ellos no tienen obligación ninguna a cambio de tener esos derechos.
¿De verdad alguien considera maltrato el hecho de que un caballo o un camello marche un kilómetro por las calles de una ciudad cargado con cinco kilos de cajas vacías? ¿Que su comportamiento en un desfile, un belén o una procesión es antinatural? ¿No es antinatural que un galgo viva en un piso de 60 metros cuadrados? ¿No es antinatural querer obligar por ley a la castración de animales para, teóricamente, defender sus derechos?
Según los dirigentes autodenominados animalistas los niños deben ver a los animales en su medio natural, esto es, para poder ver a un león o a un elefante deberán viajar a África o para ver a un delfín hacer una excursión por mar (ambos en un medio de transporte sostenible, claro, para no contribuir al cambio climático).
En definitiva, que con esta perspectiva, las nuevas generaciones de niños urbanos pronto solo podrán ver animales en un libro o en una pantalla, salvo que sus papis tengan el dinero suficiente para pagarse un safari por África o un crucero por el Caribe. Pero lo que es peor es que esto no solo pasará con especies de animales salvajes, a los que ahora hay que denominar silvestres, porque la palabra salvaje es peyorativa y porque por norma todos los animales son buenos. Hasta los lobos son ahora vegetarianos y ya no se comen a la abuelita ni a los cerditos y al final del cuento se van todos juntos de picnic a comer una ensalada vegana.
Lo peor es que esto se está extendiendo hasta los animales domésticos y cada vez es más frecuente ver a niños que aún no han visto una oveja o una vaca físicamente, “en persona”, como he llegado a oír decir.
Con todo esto, lo único que se está consiguiendo es que la brecha entre lo urbano y lo natural, entre lo urbano y lo rural, se esté haciendo enorme, gigantesca, y casi irreversible; que la desconexión urbana sea una auténtica realidad.