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Tres lances de caza de corzo en abril para inspirarse antes de la nueva temporada

Cuando llega la primavera, el corzo (Capreolus capreolus) es sin duda la especie protagonista de nuestros bosques y siembras. Su trofeo se transforma en obsesión para los cazadores que esperan la llegada del mes de abril para salir en busca del macho de sus vidas.

Quedan 20 días para que se de el pistoletazo de salida a una nueva temporada corcera así que para que mates el gusanillo, te traemos tres historias de caza, con el corzo como protagonista. Quien sabes, a lo mejor ere tú el próximo en vivir algo parecido…

Cambio de costumbres

Primer día de la temporada. Semanas atrás localicé un macho con muchas puntas que salía de una repoblación de pinos con tres corzas para comer en una siembra de trigo. Todos los días lo hacían por la parte más baja del pinar. Cerca había unas pacas de paja al borde de un camino. La estrategia era clara. Iría con tiempo, dos horas antes del ocaso, y me apostaría oculto detrás de aquellos fardos.

Si todo salía como tenía pensado, dispararía a unos 70 metros. La tarde era perfecta. El poco aire que soplaba lo tenía a favor. Sólo quedaba esperar, pero sin razón aparente cambiaron de hábitos y comenzaron a salir del pinar por la parte más alejada. No me podía mover, me localizarían enseguida. 220 metros me separaban del macho y el día se apagaba. No soy un virtuoso en el tiro a larga distancia, pero si quería probar suerte tendría que hacerlo cuanto antes. Me senté detrás de una de las pacas y coloqué mi morral encima.

La posición era perfecta, pero el corzo no me daba el codillo. Pasaron más de 15 minutos hasta que me ofreció un blanco seguro. Disparé. No se enteró de nada y cayó sobre sus huellas. Aprendí que el corzo es querencioso… hasta que deja de serlo.

Carlos Vignau con el peculiar corzo protagonista del lance. © Carlos Vignau

El corzo devorador de hortalizas

A mediados del mes de abril recibí la llamada de un buen amigo invitándome a cazar un corzo que bajaba cada mañana desde un monte de carrascas hasta unas huertas vecinales arrasando con todo lo que pudiera rumiar. Estudié la zona y comprendí que debía situarme en la ladera contraria a su encame, dejando los huertos a mis pies. Todavía de noche llegué a la zona elegida y me senté en una cornisa de piedra esperando a que clareara la mañana.

Con la primera luz salieron dos corzas. Realmente no sabía qué tipo de corzo se alimentaba allí, ni tan siquiera si entre los comensales se encontraba algún macho ‘tirable’. A los pocos minutos, y por la misma trocha, vi aparecer un macho. Lo miré y lo remiré. Era adulto y le faltaba la contraluchadera derecha, por lo que podía valer. Entró de un salto en las huertas y comenzó a comer.

El tiro era sencillo, no más de 100 metros, pero de pronto cambió el aire, se molestó y volvió al trote sobre sus pasos en busca del monte. Con los nervios lo chisté para pararlo y disparé en el último momento. Mal hecho. El tiro quedó trasero y el corzo herido. Por suerte, y gracias a mi teckel Teba, pude cobrarlo al día siguiente. La precipitación no es buena compañera. 

EL macho que arrasaba las huertas, recién abatido. © Carlos Vignau

EL guardián del barranco

Las zonas más inaccesibles de los cotos son siempre las que guardan los tesoros más valiosos. Mi padre y yo, cansados de ver corzos jóvenes en las siembras, nos echamos al monte en busca de uno viejo que habíamos visto el último día de caza del año anterior.

El barranco a finales de abril era un espectáculo. Un regato serpenteaba por el fondo cargado de agua. Decidimos entrar por la parte alta e ir recechando a media ladera. Tras una hora de paseo escuchamos el ladrido más profundo que he oído en mi vida. Ronco, áspero y grave. Tenía que ser el macho que perseguíamos. De inmediato nos echamos los gemelos a la cara y comenzamos la búsqueda.

«¡Ahí está!», me susurró mi padre. El macho nos miraba a 120 metros tapado por unas espesas jaras. Era impresionante, de rosetas enormes, largo y sin puntas en el cuerno izquierdo. Sin dudarlo, comenzó a subir monte arriba. Mi padre me aconsejó tirarlo en cuanto tuviera ocasión, pues iba cojo de la mano derecha: no podía apoyarla fruto de algún disparo pasado o de la batalla con otro macho. Me tumbé en el suelo, puse la cruz en el codillo y apreté el gatillo. Había conseguido abatir a un auténtico veterano de guerra.

El corzo viejo del barranco. © Carlos Vignau
       
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