A lo largo de nuestra vida vamos atesorando anécdotas que, con cierta dosis de veteranía, son fuente de tertulia y risas. He aquí unas que me contaron… o viví en primera persona.
¿Liebre o conejo?
Tronchado de las coplas con mi amigo Paco, que se hizo cazador ya de mayorcito y sin nadie que lo tutelase. Le regalaron una escopeta, se sacó la licencia y el permiso de armas, se buscó un perro al que tenía sobrecebado como a él mismo… y ale, al monte. El primer día que salió se fue el ‘solico’ a patear campo.
Aunque la caza no abundaba siempre se podía ver algo con un poco de suerte. Como suele ocurrir en estos casos, fue ponerse a trastear entre las atochas y se le arrancó una liebre como un perro. Con cero práctica en el tiro de la caza pero con la potra del principiante, los plomos vinieron a coincidir con el camino del animal.
Él siempre lo contaba riéndose las muelas. Cuando llegó a su casa entró y estaba su abuela sentada en el sofá. Él no sabía ni lo que había matado, si era conejo o liebre. Entonces su abuela muy contenta le dice: «¡Hombre, si has cazado una liebre!». Y él, ya muy seguro de sí mismo exclamó también: «¡Pues eso abuela, una liebre he cazado!».
Las torcaces y los zorzales
Y luego a continuación siempre suele contar lo mismo: el día en que se fue a las torcaces con una escopeta en la mano y un par de cajas de cartuchos en la otra sin chaleco, canana, ni nada. Dice que ese día se lo comían y no recuerda ver tantas torcaces en ningún sitio después y tan cerca de su cabeza. No fue capaz con 50 tiros ni de quitarle una pluma a ninguna. Entonces, yo ineludiblemente siempre le saco a colación lo mismo del día en que me lo llevé a cazar zorzales y lo puse en una entrada de dormidero muy buena. Él, por no querer reconocer que no sabía lo que era un tordo, se calló y no me preguntó nada. Cuando llegué a recogerlo había cazado ¡dos pinzones y un verderón! Y pretendía hacerme el muy sinvergüenza la misma jugada que a su abuela. Cuando me di cuenta de que no tenía ni puñetera idea de lo que era un zorzal, me tronchaba. Después, se convirtió en un señor cazador porque pasión y afición le sobraba, pero esos primeros compases sin haber tenido mentor eran para partirse.
El pato
También es verdad que lo del Jose, el hijo de la Petra, fue legendario. En una mañana fría de estas de últimos de temporada, lo vemos que se sale de la mano y empieza a pegar tiros mientras no paraba de correr. Veíamos el bulto por delante pero no acertábamos a distinguir lo que era. Tras al menos levantar diez u once polvaredas en el suelo que por la distancia se percibían antes que el disparo, se agachó por fin a recoger su trofeo. Venía voceando, entre contento y contrariado: «¡Un pato! ¡He cazado un pato!». Lo repetía sin parar. Cuando por fin llegó a nuestra altura, comprobamos que lo que traía en la mano era… un macho de faisán, muy bonito, eso sí, que alguien habría soltado algún día antes. Un pájaro que, por supuesto, él no había visto nunca.
Mi primer ‘jabalí’
La primera vez que yo fui a cazar jabalíes en espera coincidió que fue con Paco también. Habíamos estado examinando siembras y buscando por dónde podían entrar los cochinos, muy expertos nosotros después de haber visionado algún programa de Jara y Sedal. Aun sin tener mucha idea no había que ser ningún profesional para darse cuenta de las veredas que tomaban los bichos, porque aquello parecía una autopista en dirección a unas avenas arrasadas. Él optó por ponerse en la entrada a la avena y yo me coloqué en un barranco por cuyo hondo tenían que pasar desde el monte a la comida. No había empezado a pardear cuando ya oí el tropel que venía por el barranco.
Por aquel tiempo, por supuesto, íbamos con escopeta y siguiendo los consejos de los entendidos cargábamos en un cañón una posta para revolcarlo y en el otro una bala para rematarlo. Fíjate tú lo que sabían nuestros asesores. Cuando la piara de no menos de 25 jabalíes me pasó por debajo, con las piernas de mantequilla le pegué un zurriagazo de posta al centro de la pelota. Los jabalíes, con el soponcio, salieron propulsados en todas direcciones del barranco y varios de ellos casi me arrollan. Recargué la superpuesta en dos ocasiones más para tirarle a los que se quedaban por allí despistados. Total que después de los seis tirascazos viene Paco, todo alborozado, para ver lo que había matado y qué era aquel tiroteo.
Estuvimos rastreando el barranco, en los sitios donde más o menos yo les había tirado y fuimos incapaces de encontrar ni una sola gota de sangre. Tras mucho buscar con las linternas, Paco me dijo que había encontrado uno. Me fui loco de contento para donde él estaba y cuando llegué la estampa era un contraste. Un tío de dos metros y de 140 kilos de peso con un rayón en la mano. Y va el tiarrón y me suelta aguantándose la risa: «Hombre, jabalí es, pero esto no sé yo cómo interpretarlo. Has tirado más peso del que te llevas».
La zorra
Y es que por la noche, en los guarros, cuando se va de novato se puede pasar mucho miedo. No se me olvidará tampoco el susto que me pegué en una de mis primeras esperas de aquellas fechas también con él. Yo no tenía ninguna experiencia nocturna y estaba sentado en la orilla de unos almendros con más canguelo que otra cosa. Empecé a escuchar trajín de hojarasca por detrás de mí, pero tampoco era un ruido muy fuerte aunque sí que estaba bastante cerca, a unos 25 o 30 metros y noche cerrada.
A todo esto y como era época de celo, la zorra que era pegó un graznido que me hizo pegar un salto de la silla y ponerme el corazón en el galillo. Jamás había escuchado a un zorro graznar y me pasmé porque no tenía ni idea de lo que era aquello. El tiempo que tardó Paco en recogerme se me hizo eterno.
La luz azul
Las noches en el campo dan para mucho. La que le gastamos a mi amigo José con la lucecica también fue de las buenas. Habíamos ido de espera al jabalí en una finca sin más permiso que el del dueño. Nos distribuimos y después de terminar el aguardo yo iba pasando a recogerlos. Precisamente Paco llevaba una linternilla con luz de color azul, y no se le ocurrió otra cosa que sacar la mano por el techo solar con la luz azul alumbrando al techo del coche. Cuando el Jose vio al todoterreno del Seprona venir a donde él estaba se dijo tierra trágame y salió ajorrando monte como un ciclón. Por aquel entonces ni los ricos tenían móviles así que imagínate tú para poder localizarlo.
Tras dos horas buscándolo con el coche y a voces por toda la finca nos salió al camino como liebre a los faros, pero receloso y desconfiado todavía. En la película que su cabeza se había montado, decía que creía que la Guardia Civil nos habría dicho que le llamásemos para que acudiese y así poder denunciarlo como a nosotros.
Al tubo de cabeza
Y es que los sustos en los que estaba implicada la Guardia Civil real o imaginariamente cuando uno era joven e iba escaso de documentación no faltaban. El miedo es muy traicionero. En cierta ocasión estaba yo tirando tórtolas en unos huertos, sitio en el que a la sazón estaba prohibido cazar. Estaba yo absorto con las tórtolas que acudían al agua y ya había colgado alguna, cuando de repente ficho un uniforme verde con un tío dentro bajando por un ribazo a 50 metros de mí, pero sin verme.
Mi reacción fue instantánea. Se me desmontaron las piernas como si no tuviesen hueso. A mis pies había una acequia por la que en ese momento no pasaba agua y un tubo de cemento que era el puente para pasar el camino. No sé cómo lo hice pero me tiré de cabeza y entré como cartucho en recámara. Allí estuve metido rezando todo lo que sabía y esperando que en cualquier momento me tocase alguien los pies. Cuando yo consideré que ya había posibilidad de que la Guardia Civil se hubiera ido sin dar conmigo, salí marcha atrás reptando pero todavía mosqueado por si me ayudaba alguien a levantarme. Sin salir de la acequia asomé el flequillo para controlar la situación y veo que dos o tres bancales más allá está el tío de verde subido en un perigallo podando los árboles.
El muy cabrito se había puesto el uniforme del servicio militar para trabajar en la huerta y yo que vi el color ya no pensé nada más. Algún tiempo después lo conocí porque también era cazador, y cuando le conté la que me había liado se reía con ganas.
El guarda entrañable
En otra ocasión también me la urdió bien un guarda de caza. Él era un veterano y yo un pollo volandero. Lo que nos ha pasado alguna vez a todo cazador; que siempre la caza parece tener querencia sólo desde nuestras tablillas hacia afuera. Andábamos otro compañero y yo a las torcaces, pero aburridos de solemnidad porque no pasaba ni el tiempo. Empezaron a entrar a espuertas por una loma a escasos 200 metros, al otro lado del barranco… y de las tablillas. Allá que nos lanzamos haciendo de tripas corazón y no había matado más que uno cuando nos llaman desde lejos.
Era un hombre mayor, de barba blanca, con una carabina al hombro y la cincha de guarda. «¿Habéis terminado ya? Venid pacá, hacer el favor». Lo dijo con una voz tan entrañable, como de abuelo cariñoso, que yo le dije al otro: «Venga, vamos a acercarnos que el hombre parece buena persona y no tiene pinta de que quiera denunciarnos, le explicamos lo que ha pasado y ya está, no tengo yo gana ahora de perderme por el monte con este calor». Mi compañero no quería ir, y yo prácticamente le obligué a venirse. Había otro barranco por en medio y darse a la fuga habría sido lo más fácil del mundo. Además ni siquiera llevábamos coche.
Cuando llegamos a donde nos esperaba nos dio los buenos días muy cordial y yo no me lo recelé. Nos pidió muy amable la licencia de caza diciendo que era lo único que quería ver para saber si teníamos todo en regla. Como era el único papel que sí teníamos lo sacamos obedientes y, tras tomar nota de los nombres y el carnet, se despidió igual de amable advirtiéndonos, muy suave, que estábamos denunciados y que nos llegaría una multa. 10.000 pesetas pagamos cada uno, cantidad que si por cierto hubiésemos sabido, habríamos pagado gustosos por quedarnos en aquella loma, porque las palomas entraban a cientos. No me he sentido más tonto en mi vida. Cosas de ser nuevo. Lo de meterse a coto ajeno, me refiero…