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Fernando López Mirones es – 19/10/2017 –

La negación de la muerte es una de las características sociológicas de demasiados individuos del siglo XXI en los países desarrollados. Es un tema incómodo que siempre fue abordado por las religiones, que nos lo hacían cotidiano; en el caso de la predominante en España, a través de la historia de Jesús y de la trascendencia del alma cristiana.

El abandono progresivo de los cultos en aras de la modernidad ha dejado a millones de ciudadanos con una carencia psicológica que, de algún modo, deben suplir. Tras la religión cayó la familia tradicional por miedo al sacrificio, a la supuesta pérdida de libertades. De pronto muchos jóvenes se refugiaron en el hoy, viendo matrimonio e hijos como meros gastos. Más tarde cayó la autoridad. Primero los padres, obsoletos individuos exclusivamente proveedores, pero a los que no había ya que obedecer ciegamente. Luego el desprestigio llegó a todos los ámbitos de la sociedad: profesores, policías, jueces, reyes y patrias.

Legiones de personas criadas en este ambiente han llegado ya a los veinte, treinta y cuarenta años sin pisar apenas un funeral ni un cementerio. Pasaron del socorrido «la abuela se ha ido al cielo» al incongruente «esté donde esté». «No me gusta que el niño vaya a estas cosas», decían esos padres cobardes que escondían de este modo su incapacidad para explicarles a sus hijos que el final de la vida es algo a lo que todos llegaremos y que hacerlo con dignidad es importante. Esas generaciones, con su vacío espiritual, fueron dejadas en manos de los únicos que les ofrecían soluciones: el cine y la televisión, los lugares más peligrosos en los que uno puede dejar solo a un hijo porque están llenos de mensajes subliminales, y no tanto, que dejan allí los guionistas y directores. Esos niños de ciudad perdieron el contacto con la naturaleza, se desnaturalizaron literalmente. Salvo aquellos a los que sus padres se preocuparon por llevarles al campo o por mostrarles las evidencias de la vida salvaje, el resto desconocían cualquier proceso agropecuario o ecológico más allá de El Rey León.

Crecieron de espaldas al reverso de la vida, la muerte. Demasiados de ellos terminaron en pisos pequeños buscando lo salvaje en una mascota. Un ser peludo, hijo único, sin manada, que come pienso en bolitas de origen desconocido. La tormenta perfecta. Ese cánido de moqueta, al que ahora llaman perrete o perrilla porque hasta las palabras perro o perra les parece agresiva, se convirtió en el dios de la casa; pero una deidad sin muerte, unipersonal, eterna y de mirada no humana, sino mucho más. El perro único doméstico no enseña a su dueño las dinámicas de manada y, menos, la caza o la muerte como elementos esenciales de su identidad. A partir de ahí, todos los animales salvajes del planeta son su perrete y, por tanto, sagrados e inmortales. Y como no podía ser de otra forma, el que dispara a perretes es un asesino de perretes. Parece ridículo, pero es como funciona el cerebro de alguien educado de espaldas a las cadenas tróficas de la vida salvaje. La sublimación del individuo por encima de la especie y el ecosistema elimina a la muerte de la ecuación y hace que esos mismos que no acudieron al entierro de sus abuelos ahora le hagan uno a su mascota, curiosamente, miembro de las dos familias de cazadores más exitosas del mundo: los cánidos y los félidos.