Por Salvador Calvo Muñoz
En Riberos del Tajo (Cáceres) un llano largo con cauce seco, amenizado por veneros corrientes de higos a brevas, se extiende por el medio de la finca de este a oeste. Desde el norte, los cerros ondulados y suaves se inclinan hacia el llano y luego vuelven a subir por una larga ladera hacia las alambradas de Las Tiesas.
En Las Tiesas tenía Victorino Martín, el famoso ganadero de Galapagar, toros y vacas a tutiplén. A ver quién se asoma por allí, anda. Por aquellos años el dueño de la finca era el hoy difunto señor Preciado. El caso es que la caza era asunto de mis parientes Doro y Valentín, y luego entramos, como socios, Amancio, el de Portaje, y un servidor de ustedes.
La felicidad cinegética duró cuatro o cinco años, hasta que alguien caviló que a qué ton íbamos a disfrutar nosotros de la caza de tal manera, y se acabó lo que se daba. Pero dejaremos miserias y lacerías y volvamos a aquel lustro de feliz recordación en el que cazamos en el rastrojo del llano de encinas. La temporada regular en el paraje no daba más que para alguna liebre ocasional, alguna que otra raposa con polisón y, si se terciaba, el susto de algún cochino que se levantaba en los rodales de jaras.
Pero vamos a la caza de media veda: las tórtolas del rastrojo. Los más felices estíos de la vida. ¿Qué por qué? Porque después de un julio de holganzas y dolce far niente, dedicados a la pesca del black-bass con cucharilla en el Tajo y a la de las tencas con lombriz en charcas y lagunas, a principios de agosto ya empezaba a comernos la inquietud de lo que se acercaba: la caza.
Las vísperas de la media veda
«¿Qué tal este año, Doro? ¿Se ven?». «Sí, ya se ven bastantes, entrando y saliendo». Y a media tarde, hasta la hora del lubricán, nos acercábamos por el carril de abajo. Deteníamos el Dianseis azul bajo una encina y con los prismáticos observábamos el rastrojo. En agosto aquello era ya un febril revoloteo de tórtolas volando hacia las charcas, después de haber comido y yéndose hacia sus nidos en la falda de la sierra.
Nervio y ansia, la semana previa. Sueños inquietos y la adrenalina disparada. La tarde de la víspera, enésima visita. «Mira, entran por arriba, por las carboneras y salen por el abertal de la laguna de los Mosquiles». «Sí, pero con el tiroteo, todo cambia; y donde dije digo dije Diego. Quién sabe qué harán».
Volvíamos al lugar con la cabeza echando humo de ilusiones. Los apechusques en su sitio. Bolsas y cananas con los cartuchos; dos o tres cajas en la mochila, pan, fruta, la cantimplora en la nevera para que estuviera el agua fría por la mañana, las escopetas, los papeles de la documentación, no sea que aparezcan los guardias, la inquietud, los nervios. Sentados en torno a una mesa-velador en la puerta de la taberna, y después de haber cenado, no hablábamos de otra cosa. Las doce, la una, la una y media… «Bueno. ¿Habrá que irse a acostar no?». «¿Para qué? A ver quién duerme esta noche, con el cuarto lleno de tórtolas revoloteando».
El día de la apertura
Tres en el Dianseis azul y en El Ferrari –un Doscaballos sin techo–, Valento y los muchachos. A la hora del gato garduño, en la que la noche «eriza sus pitas agrias», como acertó el poeta, salimos del pueblo con el pulso temblón y el ansia en los dientes. Unos seis o siete kilómetros de carretera antes del carril que lleva al cazadero La polvareda del camino agostado se colaba por las ventanillas abiertas; pero poco importaba eso.
Dejamos los coches en una hoya entre tesos redondos y esperamos a los de Portaje. Cuando llegaron, mochila a la espalda, catrecillo del hombro, escopeta en brazos y en fila india por la noche oscura del alma. «Nosotros por aquí; vosotros por ahí abajo, rodeando todos el rastrojo y atentos a los tiros», dijo Doro. ¿Qué les cuento que no sepan? ¿Habrá minutos tan intensos como los de la espera esperanzada? ¿Habrá tensión más dulce que la del cazador en el alba oscura, a punto del orto, esperando a que empiece a aparecer el vuelo de la primera tórtola del año?
De repente, pasaba la primera y te sorprendía despistado y absorto en la belleza del claror del alba. «¡Ostras, cómo van este año!». Y al momento se armaba la Marimorena. Dos, tres horas inmerso en el fragor de la caza; corriendo tras las que caían desaladas, disparando, sudando, no encontrando un descanso para un cigarrito ni para un trago de agua, maldiciendo fallos garrafales y festejando aciertos maravillosos, jadeando, espantando abejas o avispas que acudían al olor de la sangre, en fin… ya saben lo que pasa.
Hora de recoger
Cuando, a las diez o las once, amainaba el tiroteo, nos íbamos acercando a los coches. Peripecias a contar mientras sacábamos la intendencia de las mochilas y reconfortábamos el gaznate seco. Luego las tórtolas cobradas se ordenaban en el suelo. «¡Eh, la foto!». No sé quién hizo la foto que dejó fuera de objetivo la alfombra de tórtolas que había en el suelo, y no se ven más que las del manojo que tiene Doro en las manos.
Cazamos muchas. En la del año siguiente la cosa se dio bastante peor, no se ven más que algunos escasos manojillos. Da lo mismo. La pena del corazón es que a aquellos tiempos se los llevó la vida desconsiderada y no nos queda sino recordarlos. Resignación. No volverán, pero allí estuvimos y aún disfrutamos al recordarlos.