Por Salvador Calvo
Valladolid, años 60. Cual si fueran personajes de Diario de un cazador, dos cazadores jóvenes salían de caza por los páramos en torno a la ciudad castellana. ¿Que quiénes eran? Permítanme que se los presente: Mariano Díaz Rabanillo, conocido como Manín, y Arturo Ronda González, conocido como Lesmes; pero como a él no le gusta que lo llamen así, lo dejamos en Arturo. Mariano había nacido en el año 31 y Arturo en el 32, o sea que andaban a la par en recursos y energías. Para ir de caza, a donde luego diremos que la practicaban, se trasladaban en la burra, la cansina, la bicicleta, como Dios manda; los perros, trotando al lado; a la espalda la mochila con la fiambrera, colgando la bota de vino y la escopeta en su funda en el trasportín de la bici o también terciada a la espalda. Piernas, resuello y kilómetros por delante.
Preparando la media veda
Antes de empezar la temporada, la media veda, había que preparar los pertrechos. Mariano, por su trabajo, viajaba con frecuencia a Portugal y del país vecino traía la pólvora, que conocían entonces como ‘pólvora de cañón’. Ellos mismos fundían plomo y hacían la munición, los perdigones, y en la cancha de tiro al plato recogían vainas de cartuchos vacías y seminuevas.
Verano castellano, agosto, día 15, se abría la media veda y ambos, pertrechos en ristre y piernas a la bici, salían a las codornices de los páramos de Ciguñuela, de Castrodeza y de Wamba. Por ahí, según se sube de Tordesillas a Valladolid por la actual autovía de Castilla, a la izquierda. A la diestra quedan San Miguel del Pino y Villamarciel, algo más adelante, a la izquierda, Velliza y más arriba, los citados páramos donde le daban a las codornices de lo lindo. ¿Tórtolas para cambiar un poco? A los pinares de Aldeamayor de San Martín, que queda un poco antes de llegar a Valladolid a la derecha. La media veda para ir haciendo boca, como el que dice, y templar las ganas y la afición. Dice Arturo: «Sí, ahí, en Aldeamayor, había un pinar y cerca un arroyo grande. Las tórtolas iban desde los pinos al agua. Hacíamos unas tiradas estupendas».
Y luego llegaba la temporada, se abría la veda y entonces lo que primaba era la caza de la perdiz. «Íbamos sobre todo a las laderas de Cigales. No, no. Los dos solos, no necesitábamos más gente. Siempre hicimos buena compañía y nos entendíamos perfectamente». Oímos a Arturo. «Bueno sí, al ir de caza al salto era frecuente que saltara la liebre, o el conejito, y también al morral, como Dios manda». Arturo hoy es un señor de ochenta y muchos años que recuerda con cierta nostalgia aquellos años de caza junto a Mariano, Manín. Y un deje triste se adivina en su voz calmada cuando recuerda.
Adiós a mariano
«Íbamos también mucho de pesca al cangrejo en el Cega, cuando no había caza, porque si la había no pensábamos en otra cosa. Mucha afición, sí señor. Hasta que pasó lo que pasó». «¿Qué pasó, Arturo?». «Estaba un día de junio del año 69 Manín con su hijo Miguel Ángel, de cuatro años, pescando en ese río… ¿Cómo se llama?… ahora no recuerdo… y con 38 años va mi amigo del alma y se muere allí mismo…». Arturo enmudece y se queda pensando. Al rato continúa: «Yo, desde entonces, fui dejando la caza. Salí alguna vez con otros, pero poca cosa ya; cada vez menos y acabé colgando la escopeta. Sin Manín y su perra Lalá no era lo mismo. ¿Qué repetidoras? Quite usted. Nosotros la paralela del 12 de toda la vida y ya le digo: cartuchos recargados. Sí, sí, ya sé que todo ha mejorado mucho; pero seguramente la caza de verdad era aquella ¿No cree usted?». Pues sí, Arturo; creo que tiene usted razón.
Aquel niño, el hijo de Mariano Díaz, que fue testigo del último momento de su padre, se sienta a nuestro lado. Con Miguel Ángel nos unen lazos familiares y tomamos un aperitivo a la luz de la bahía santanderina. Miguel nos proporciona las fotos de su padre en aquellos días del pasado. El tiempo pasa, la caza continúa, quedan los recuerdos.