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Así han cambiado los cartuchos de caza en las últimas décadas

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Los cazadores de 40 y algunos años hacia arriba hemos crecido alimentados por sabiduría de aficionados antiguos de toda clase y condición; pero por desgracia, a muchos de los cada vez menos numerosos cazadores noveles algunos de estos relatos les pueden sonar un poco a prehistoria, como de mamuts y hombres de las cavernas. Cuando le explicas a un joven que los abuelos de los que tenemos mediana edad, en su mayoría, debían aprovechar cada cartucho para no desperdiciar dinero en munición, les resulta un tanto increíble, puesto que ahora la escasez es más de piezas que de pólvoras y plomos.

Aunque bien mirado, y después de las últimas subidas, se puede decir que si persistiese la abundancia de caza de antaño, con el precio de la munición de hoy, tampoco sería de roñosos calcular bien el cómo y el cuándo disparamos. Pagar nueve o diez euros por una caja de cartuchos corrientilla tampoco es como para estar abriendo fuego a discreción. ¡La leche que les dieron! ¡Aquí sube todo menos mi sueldo!

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Recargas de cartuchos para superviviencia

Me da por recordar en estos días de apertura, cuando Pepe el Torrao, al calor de la lumbre y sentados en sillas de anea, me contaba cómo recargaban los cartuchos solamente con media tasa de pólvora y de munición y tenían que disparar a la caza parada y muy cerca para gastar lo menos posible y echar al talego lo máximo con lo mínimo. Incluso me contaba cómo las vainas de cartón se iban gastando y menguando de tanto rebordearse y al final se aprovechaban con apenas un dedo de capacidad. Con aquella lógica reticencia de la gente para tirar nada a la basura, se le echaba un poquito de pólvora y unos cuantos perdigones y se utilizaban para matar las liebres y conejos a bocajarro cuando había nevada. Ellos llamaban a aquellos apaños «pistolos». Esos petardillos era imposible que matasen con eficacia más allá de los seis o siete metros, pero para lo que era… valían.

De todas formas las cargas de perdigón, salvo error de cálculo, tampoco iban en el calibre 12 más allá de los 30 o 31 gramos por motivo de que la pólvora que existía tampoco era de tipo progresivo como las de la actualidad. Era muy viva y rápida, por lo que si recargabas demasiado de perdigón corrías el riesgo de crear sobrepresiones y reventar las escopetas que, por otra parte, tampoco eran nada del otro jueves. Si acaso sobrevivían a una carga excesiva, lo mínimo que te llevabas era una coz monumental. Por aquella escasez y necesidad perentoria de ahorrar lo máximo posible se usaban los cartuchos de calibre más pequeño y eran muy comunes el 16 y otros que hoy en día vuelven a estar en boga.

Por supuesto, los cazadores que se podían permitir disparar al vuelo eran muy pocos y la gente rural, aunque muy aficionada a la caza, se dedicaba a esperar la caza en los cebaderos o puntos de agua donde existía la posibilidad de matar más de una pieza con un solo disparo, lo que suponía rentabilizar al máximo. En mi tierra, por ejemplo, había mucha costumbre de disparar a los zorzales charlos, que son pajarotes ya casi como una codorniz pequeña, mas no al vuelo, claro. Para no destinar un disparo a un solo zorzal se solían hacer puestos al hilo en los canalones y pilas donde bebía el ganado, muy tempranito, y ahí esperar a que hubiese al menos ocho o diez juntos, que ya empezaban a rentabilizar. De hecho, hasta hace apenas 30 años –los más jóvenes se darán cuenta después de los pocos que son– mis primeros tutores en la caza me enseñaban a fabricar el puesto bien forrado de ramas cerca del agua y a tirar las torcaces paradas en los pinos o encinas antes de dejarse caer. Todavía les costaba a los más veteranos entender cómo era posible que hubiese gente que se dedicase a pegar tiros a diestro y siniestro para matar las torcaces volando.

© Ángel Vidal

Agudizar el ingenio

Recuerdo con cariño a un par de cazadores vejetes que en aquel entonces contarían 80 y muchos, que pertenecían a la sociedad de cazadores del pueblo. Sociedad que tenía la muy mala costumbre de hacer dos o tres sueltas de perdices de granja al año. Allí que iban estos abueletes sin perro ni nada a intentar rentabilizar el dinero que habían pagado por su tarjeta de socios. Perdiz que veían apeonando por delante… zurriagazo que te crió. Los cazadores de nueva hornada nos teníamos que alejar de ellos porque eran un auténtico peligro escopetero para los perros y, si me aprietas, también para nosotros. Luego nos enteramos de que aquella ansia venía heredada de los tiempos de escasez. Cuando veían una perdiz correr eran 500 pesetas las que se escapaban. Resulta que las llevaban a un restaurante de la ciudad que se las compraba como si fueran patirrojas salvajes sólo con que llevasen algunos plomos. La gente se indignaba con aquello, pero yo cada vez lo recuerdo con mayor cariño. Ninguno podemos entender bien aquella mentalidad de sufrimiento de posguerra y de puchero aguado. Dios nos libre.

También antiguamente se tendía a ser bastante menos alegre dándole al gatillo cuando éramos nosotros los que teníamos que recargar los propios cartuchos, por muy divertido que fuera y por muy amenas que fuesen las conversaciones mientras se hacía. Sobre todo cuando llegaba la media veda, uno no disparaba alegremente a toda codorniz que saliese, sino que se hacía solamente con las que iban a huevo y, mejor, a una muestra de perro, porque si no costaba horas de recarga reponer la munición para el día siguiente dado que la pequeña africana en muchas zonas era abundante.

Tiempos de cambio

Luego llegó la bonanza, empezaron a mejorar las armas y a lanzarse al monte un montón de ‘pisa atochas’ atraídos por la gran abundancia de caza que durante los años 60 y 70 había en nuestros montes y la posibilidad, cada vez mayor, de adquirir buenas escopetas y buena munición con la mejora del poder adquisitivo de todos los españolitos en general. Fueron los tiempos en que la caza se convirtió en la actividad lúdica más practicada en España con grandiosa diferencia. Cualquier trabajador normal ya podía comprarse un arma muy digna y portar su canana de cartuchos repleta, y dándose una vuelta por cualquier trozo libre de los miles y miles de hectáreas que quedaban en España, uno podía divertirse de lo lindo disparando a la caza que abundaba por doquier. Eran los días en los que uno salía a lo público y recibía una perdigonada más fácil y rápido de lo que un soltero limpia su casa. Sobre todo a medida que las fincas se fueron acotando durante esas décadas, los terrenos libres se fueron cada vez haciendo más pequeños y la gente se amontonaba mucho más. 

Los primeros días de codornices eran deporte de riesgo y había que ser bastante valiente para meterse a cazar donde hubiese un buen corro de ellas sin entablillar. Yo creo que debido también a esa mayor presión cazadora, y a que la caza fuese aminorando, hace unos años empezaron a proliferar los calibres y cargas más potentes. Recuerdo el boom de las recámaras y cargas mágnum, supermágnum y requetemágnum de hace 20 años. Y como consecuencia veías a los cazadores que con el ansia de matar más y más lejos soltaban unos cañonazos que les hacían dar un par de pasos hacia atrás. Incluso sigo viendo todavía como la gente se empeña en utilizar gramajes descomunales en un intento de matar caza más allá de lo razonable. 

© Ángel Vidal

Sin embargo, ahora todos estamos siendo testigos de un cambio en la mentalidad del cazador hacia una caza más racional en la que prima el lance sobre la percha obtenida, por motivos éticos pero también por cuestiones prácticas, puesto que la cantidad de caza disponible, salvo de alguna especie como la torcaz, ha menguado de forma clara y evidente por muchos motivos distintos que no vamos a pasar ahora a enumerar y que casi nadie termina de comprender demasiado bien.  El caso es que cada vez hay menos cazadores, pero también menos caza en general. La constatación de que esto es así la tenemos por ejemplo si atendemos a las poblaciones de pajarillos de todas clases, empezando por los gorriones, que hace una treintena de años eran híper abundantes y hoy en día ralean en toda nuestra geografía. Antes se cazaban con todo lo nacido para abastecer a los bares del pajarito frito o para autoconsumo: con redes, cepos, carabinas de aire comprimido, humo de azufre, liga y todo lo que se te pudiese ocurrir… y se contaban por millones. Sin embargo, hoy nadie se mete con ellos y prácticamente algunas especies están desapareciendo. No hay prueba más indiscutible de que la caza indiscriminada no es ni mucho menos la razón del declive, puesto que ya nadie caza pajarillos. Creo que no hay que ser biólogo para llegar a la conclusión de que parte de la explicación a la escasez de caza está en lo que comen los animales y en la forma que tenemos de producir alimentos, que también seguro tiene todo que ver con el aumento de enfermedades como el cáncer, por motivo de lo que ingerimos.

Pues bien, heme aquí que el cazador actual se ha dado cuenta de que lo importante es disfrutar del lance de la caza y no el hacer buena percha. Esto también puede ser un placer en caso de que disfrutemos de un buen coto, pero no es ni mucho menos lo que nos mueve a salir al monte. Y como consecuencia de que lo más valora el aficionado actual no es matar cómo y donde sea,  vuelven a resucitar del limbo antiguos calibres y veteranas cargas, por lo que hogaño se vuelven otra vez a vender muchas escopetas del 20, y cada vez más, otras que antes considerábamos casi de juguete, como las del 410. Lo cierto es que no he tenido nunca la fortuna de cazar con una de las últimas, pero me quedo admirado de los disparos que se pueden hacer atendiendo a las distancias y apuntando como se debe.

La clave, la técnica del tiro con cartucho y escopeta

Si tenemos en cuenta que las pólvoras y componentes modernos no tienen nada que ver con las que cargaba un cartucho del 410 antiguo, resulta que ahora se pueden meter una cantidad considerable de perdigones y prácticamente para un tiro normal, que no vaya más allá de 35 metros, sería suficiente casi para cualquier especie. De hecho, yo hace muchos años que ya me vengo dando cuenta de que lo más importante es apuntar bien el tiro y buscar la distancia adecuada. Por esto decidí renunciar a cartuchos de más de 32 gramos. Quien haya leído algo de lo que he escrito recientemente quizá se haya escandalizado cuando afirmo que para tirar torcaces a cimbel, disparándolas a una distancia normal e incluso media-larga, lo más contundente que he encontrado y que utilizo sin ningún tipo de complejo es un buen cartucho de tiro al plato de 28 gramos. He constatado que la carga de plomos llega mucho más rápido al pájaro, y al ser reforzados, pegan un sopapo muy solvente a la paloma, que como sabemos está bien recalcada de plumas y al perdigón le cuesta penetrar. Baja la torcaz que da gusto incluso a distancias bastante largas siempre que no nos obsesionemos, liberemos nuestra mente y disparemos con absoluta confianza en ellos. En esto de la caza la confianza es muy importante, y matamos más con unos cartuchos por cuestión de creer en ellos que porque realmente sean mejor que otros. Siempre recuerdo aquella anécdota junto a un amigo. En un paso él estaba bajando las torcaces que daba gusto ¡con un cartucho del 9! de los que se utilizan para el zorzal. Resulta que los miraba del revés y pensaba que eran del seis. En cuanto lo sacamos de su error ya no hubo narices a que matase una torcaz. Ya tiraba sin confianza, acomplejado.


¿Cuál es el cartucho de caza menor más usado de España?


Cuestiones éticas aparte, yo he llegado a la conclusión de que un cartucho con una carga de plomo más contenida es, como es normal, más rápido, y esa velocidad hace que los adelantos sean un punto menos complicados. Eso siempre hablando de distancias medias-largas, porque está claro que a una pieza de 30 metros para acá, da igual con lo que le dispares porque si  apuntas bien la vas a matar con autoridad. Sin embargo, desde mi experiencia, es mucho más importante el choke del arma para matar la caza larga que el meter más plomos y de mayor grosor en la vaina del cartucho. Es obvio también que un ‘garbanzo’ del 4 le va a hacer más pupa a una perdiz que un perdigón del 8 o 7, pero dejar huecos en el plomeo no compensa porque es mejor encajarle tres o cuatro de 8ª que uno sólo de 4ª. Todo esto no son más que digresiones de inicio de temporada, pero no deja de ser un tema de conversación de lo más entretenido. Una cosa es lo que dicen los números y otra la evidencia de la experiencia. ¡Salen las perdices como para estar haciendo muchas cuentas!

       
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