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Jesús Caballero – 10/8/2016 –
Dos noticias recientes son motivo de esta reflexión. Una, el inquietante incremento de suicidios de los niños españoles; otra, el aumento del número de agresiones de hijos a padres. Según los expertos, estos problemas son producto de la frustración que produce el hecho de vivir en una sociedad de valores confusos y exceso de expectativas; el proteccionismo pedagógico comete el error de idealizar el mundo a nuestros hijos hasta el punto de hacerles creer que los problemas no existen o, si estos se producen, son los padres, la familia o el Estado los encargados de resolverlos. Esta absurda prioridad de no lastimar la autoestima del niño llega incluso a caer en la obscenidad de encubrir las verdaderas leyes naturales en un ridículo intento de borrar cualquier rastro violento, inherente al ciclo de la vida y la muerte de la que formamos parte todos los seres vivos. A la vez, y paradójicamente, disculpamos la indisciplina con los educadores, permitiéndoles cuestionar un principio de autoridad que los dejará indefensos ante las adversidades de la dura vida real. Las buenas intenciones de esta moderna educación no se discuten, lo que se cuestiona son los resultados, y este propósito será la moraleja de esta nota.
La caza alberga un soberbio potencial de pedagogía. Sus valores cimentaron todas las sociedades humanas. Reconocerse sin complejos miembros de una especie predadora nos acerca a la complejidad y dificultades que plantea vivir en nuestro peculiar nicho ecológico. Cazar implica aceptar una disciplina y una jerarquía donde un líder justo es elegido por su experiencia con el fin de promover los fraternales principios  que vertebraban las hordas de caza. Los grupos cazadores disfrutaron, desde el Paleolítico, los beneficios derivados de un trabajo en equipo, bajo unas normas. Aprendían en su ejercicio que un trabajo bien hecho no siempre es recompensado. El azar forma parte de la vida, pero esa recompensa desvinculada del esfuerzo no implicaba frustración sino la aceptación vital de aprender a convivir con factores azarosos. Un buen cazador no se frustra ante el infortunio, aprende de la experiencia porque sabe que el fracaso es el cimiento del éxito futuro. La caza es una permanente lección de humildad. Por eso sigue en vigor su escolástica de valores humanos donde la solidaridad, el reparto equitativo y justo de los frutos no se discuten. Es también una actividad modelo de integración social donde el discapacitado o el anciano disfrutan de una discriminación positiva reconociendo el suplemento de su esfuerzo.
Aquellos valores que nos hicieron esencialmente humanos, como la aceptación de la jerarquía, el sentido de compasión, solidaridad, cooperación… se  forjaron junto a la hoguera de alguna caverna donde grupos humanos preparaban sus armas de caza, una evidencia histórica que parece desquiciar a algunos. Al principio de este escrito señalaba cómo el segmento infantojuvenil en las sociedades occidentales está aumentando sus conductas asociales y autodestructivas, una preocupante deriva que tiene perpleja y desorientada a la comunidad pedagógica. Un drama, por cierto, inexistente en las culturas primitivas, donde los menores pueden morirse de hambre pero nunca quitarse la vida. Hoy, la etnocéntría urbana se arroga una supuesta superioridad moral que le permite despreciar toda la historia que nuestra actividad atesora. Desde ese sectarismo intelectual se pretende borrar todas las huellas de nuestros orígenes evolutivos. Las ideologías radicales son rehenes de una minusvalía intelectual que les obliga adaptar a la incómoda realidad su confuso discurso dialécticamente incompleto y lleno de contradicciones.
La caza mostró, en mi tribu y en mi época, su fuerte potencial educativo. Los indígenas que nos criamos en su filosofía y valores formamos hoy parte de esa sociedad estupefacta ante unas nuevas generaciones cuyos valores humanistas quedan diluidos en el efectismo de una perspectiva de un mundo natural cuyas leyes les son ajenas. Criar a nuestros hijos en el daltonismo verde es una propuesta que tiene aún que demostrar sus beneficios. Nosotros, los salvajes que vivimos y aceptamos con naturalidad las leyes biológicas, seguiremos junto a la hoguera venerando los viejos símbolos que nos ayudaron a crecer. Afortunadamente, el cielo sigue en su sitio.