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Jesús Caballero – 27/9/2016 –
La concepción antropocéntrica del mundo excluye del debate ético a la fauna y a la flora y ha sido fundamento de la tradición humanista europea, cuya esencia filosófica centraba su preferencia en el ser humano teniendo como referentes los valores de la Ilustración francesa, donde el pensamiento crítico y el racionalismo científico adquirían un valor preferible a la concepción teísta del Universo. El deterioro de la tradición humanista comienza paradójicamente con la Declaración de los Derechos del Hombre tras la Revolución Francesa, al desplazarse la ética humanista al frágil campo del humanitarismo, donde en nombre de una caridad arbitraria, mutable y subjetiva acontecerán las más inesperadas tropelías. De la famosa triada revolucionaria, Igualdad, Libertad y Fraternidad, será la primera la más proclive a interpretaciones. Así, los movimientos postmodernistas entendieron como un valor solidario aceptar en términos de igualdad cualquier propuesta colectiva, de modo que la pretendida construcción social, con su ideología integradora y buenista, terminó por bajar del pedestal a la ciencia en una insensata devaluación en virtud de la cual cualquier absurda propuesta adquiría el mismo valor epistemológico que aquella.
La ciencia occidental, que nos ha provisto de las tecnologías que hoy disfrutamos, ahora resulta que es casta y equiparable a cualquier propuesta ideológica por discutible que sea como la ocurrencia del animalismo, que en su forma más radical defiende el igualitarismo moral con las bestias acusando de especistas a todo aquel que no se maneje con ellas en una relación de igualdad.
Este interés por borrar la frontera entre el humano y el animal ha sembrado el horizonte de imprevistas y dolorosas paradojas, porque el problema de humanizar a los animales implica animalizar a los hombres.
Sólo desde esa perspectiva puede entenderse el obsceno tratamiento que en las redes sociales ha tenido la noticia de la muerte de un torero en la plaza. Recordarán algunos la movilización mediática a favor de Excalibur, la mascota de la enfermera que contrajo el ébola; 300.000 ciudadanos se opusieron a la recomendación sanitaria ­ciencia­ de su sacrificio. Apostaría a que ninguno de ellos recordaba el nombre de los dos religiosos que dieron su vida de modo altruista por sus semejantes. Al fin y al cabo sólo eran hombres.
La vehemencia antitaurina permite una curiosa doble moral, como la de compartir una exquisita sensibilidad por el bienestar de los bóvidos y a la vez una relajada tolerancia con el aborto humano. Esta esquizofrenia social explica por qué en las últimas elecciones más de un cuarto de millón de ciudadanos haya decidido su voto a favor de un partido cuya propuesta fundamental es acabar con la caza y la tauromaquia dejando el resto de problemas en un segundo plano. El barco se hunde, pero para algunos la prioridad es el hilo musical de su camarote. Alguien parece estar perdiendo el norte, y no creo que sea nuestro colectivo. Apuntaban los viejos filósofos que la salud de una sociedad se mide por su catálogo de prioridades. La nuestra tiene un inquietante pronóstico reservado. Los radicalismos ideológicos, por su condición acientífica, tienden a gangrenar los problemas, ya sean éstos de orden religioso, político, étnico, nacionalista o ecologista, porque la percepción sesgada y fanática de la realidad termina por deformarla y, una vez desenfocada, los cazadores sabemos que acertar al blanco es imposible. Afortunadamente, la evolución continúa.