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Jesús Caballero – 11/11/2016 –
Nadie duda de las buenas intenciones de la ideología animalista, pero cuando uno se mete en jardín que desconoce o le muerde el perro o termina pisando las flores. Tampoco se dudó de la entrega de la restauradora de Borja, pero estarán conmigo en que el trabajo perpetrado contra el Ecce Hommo del remoto santuario zaragozano trascendió de la simple chapuza estética para transformarse en una muestra de arte alternativo… y allí sigue como un imprevisto objeto kitsch de culto.
En el fondo, el grotesco acontecimiento artístico es el paradigma del problema de dejar a cargo de emociones buenistas, el destino de las cosas serias y tener que lidiar luego con las consecuencias de un excremento como resultado. Aquel fenómeno anecdótico pasará a la historia del arte como ejemplo de cómo un simple ‘patosismo beato’ puede transformarse en las redes sociales en trending topic enmascarando un fracaso que sólo desde la piedad puede disculparse. La anecdótica chapuza de Borja sirve como aviso del peligro de confiar nuestro destino a sujetos de preparación insuficiente y cuyo único motor es una ideología sin aval científico.
Los legisladores de lo nuestro sufren hoy las presiones de las moralinas ecólatras corriendo el riesgo de emular a la ínclita Cecilia Giménez y defecarnos leyes sesgadas de nefastas consecuencias. Sin más óleo que el verde y más pincel que el ánimo de la corrección política, no puede diseñarse un modelo justo de relación con una naturaleza secuestrada por los que dicen ser sus únicos representantes. Sin discutir su derecho a opinar, no les cederemos nuestros pinceles por miedo a otro resultado ‘paquirrín’ de difícil enmienda.
Es el momento de entender que la naturaleza es un objeto sustancial de debate político. Lo acontecido en la modesta pedanía baturra fue motivo de compasión y ternura, pero cuando se reglamenta sobre lo nuestro el amateurismo bizarro tiene maldita gracia, pues atenta contra un modo de vida contrastado por nuestros mayores y que forma parte esencial de nuestra cultura recolectora. Cuando votamos, amigos, olvidamos el riesgo de confiar nuestros pinceles a las intenciones de la temblorosa mano de aficionados. Si no estamos atentos no dudarán en pintarnos una diana en la popa.